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Gide, Góngora y comezón en Reyes
E

n 1925 André Gide subastó su biblioteca. Días antes, Alfonso Reyes vio la colección acompañado por el poeta Jules Superville, en la librería Champion, donde estuvo expuesta algunas semanas.

Se instalaron en una mesa y se sumergieron en esa delicia de las ediciones originales dedicadas por los autores. Y así, entre las páginas amarillentas de los volúmenes, encontraron cartas, la correspondencia que tuvo Gide con otros grandes escritores.

Gide, nos dice Reyes en Las burlas veras, conservaba hasta los sobres: había calculado minuciosamente el valor comercial de todo elemento que pudiera enriquecer los volúmenes.

Sus ojos magnetizados por el asombro encontraron páginas inéditas de Paul Valery y un número considerable de cartas de Pierre Loüys, el poeta de lo obsceno, de lo erótico, del amor lésbico, cuyos poemas hechos canción por Debussy siguen siendo piezas importantes para organizaciones lésbicas.

Pierre Loüys, escribe Reyes, se esforzaba en convertir la apariencia de los caracteres latinos en un remedo de letras griegas, así como en Juan Ramón Jiménez se aprecia un esfuerzo en convertirlos en letras árabes.

Pero algo los inquietó en esa aventura libresca: las cartas de Pierre Loüys mostraban unas pecaminosas manchitas y todavía daban cierto aroma… el poeta perfumaba sus cartas.

Reyes llegó a París el 25 de agosto de 1913, luego de haber renunciado a convertirse en secretario particular de Victoriano Huerta. El país olía a pólvora y esa tempestad de azufre y plomo se había llevado a su padre. Por las heridas de su cuerpo parece que empezó a desangrarse para muchos años toda la patria.

Se rehacía como podía después de la muerte de su padre. Fueron días llenos de nubarrones en el ánimo del escritor. Su hermano Rodolfo había aceptado ser parte del gobierno del dictador Huerta y su amigo Enrique González Martínez subsecretario de Educación Pública. Ninguno de los dos escuchó su súplica de que no lo hicieran.

Un año estuvo en París. Después se movió a Madrid, donde permaneció hasta 1924, cuando regresó a México y volvió a París un año después.

Aunque se alejó de la política por la muerte de su padre, nunca dejó de tener claras ideas políticas. La paz para él representaba el sumo ideal moral, pero la paz, como la democracia, sólo puede dar todos sus frutos donde la respetan y aman. Para él, la educación y la cultura eran el mejor soporte para la democracia.

En sus 18 años de diplomático (1920-1938) dejó clara evidencia de sus ideas políticas: defendió la Revolución Mexicana, la Reforma Agraria, la política cardenista, la Segunda República. El historiador Javier García Diego lo define políticamente en una frase: “Reyes quería un gobierno de izquierda, pero que supiera latín.

“Nuestro abrazo para las izquierdas decía Reyes: cualesquiera sean sus errores… ellas pugnan todavía por salvar el patrimonio de la dignidad humana.”

Toda la vida de Alfonso Reyes se encuentra difuminada a veces, concentrada otras, en los 26 tomos de sus obras completas y en los siete volúmenes de sus Diarios. Acercarse a sus obras ayuda a entender por qué Borges lo consideró el mejor prosista de Hispanoamérica.

Una ganancia adicional es poder dimensionar su estatura intelectual: su provechosa curiosidad por Góngora –el Homero español– le valió que en los homenajes de 1927 al poeta barroco fuera el único extranjero invitado. Su conocimiento de este autor del siglo XVI no sólo sorprendió a los españoles, sino a dos jóvenes escritores mexicanos que, a finales de los años 50, acudían a visitarlo. Carlos Monsiváis y José Emilio Pacheco comentaron que una vez lo escucharon decir de memoria los 1091 versos de las Soledades.

También podemos encontrar, a 135 años de su nacimiento, a un escritor con sentido del humor. Por ejemplo, cuando recuerda que en mil 933 contrajo en Brasil una brutal urticaria: el padecimiento fue a dar adonde menos debía. El miembro se le hinchó y creció como una trompa de elefante, y el picor, ardiente e insoportable, me causaba durante las noches un verdadero frenesí. Acudió al médico:

“Doctor –le dije–, quítele la comezón y déjele la dimensión”. Fue demasiado pedir.