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Zapatos rojos
A

penas puede sorprender que en un país como México, expuesto desde hace décadas a un clima de narcoviolencia extrema, crímenes de odio y feminicidios, prolifere una producción fílmica que una y otra vez insiste, con fortunas diversas, en narrativas ligadas a ese horror cotidiano. Esto podría volver rutinario, casi banal, el triste espectáculo de secuestros y ejecuciones. Para algunos espectadores hay una saturación indeseada de violencia criminal en las pantallas de cine, acentuada por su reiteración en no pocas series televisivas de narcos y asesinos seriales. Para otros, es tal vez imperioso no quitar el dedo del renglón, hasta el punto de volver mera obra de denuncia social y política, el trabajo que en un inicio se propuso ser valorado como una realización eminentemente artística.

La película mexicana Zapatos rojos (2022), de Carlos Eichelmann Kaiser, pudo haber intentado un acercamiento documental al tema de la violencia de género a partir del símbolo de los 33 zapatos rojos donados por mujeres de Ciudad Juárez en 2009 para una instalación artística de Elina Chauvet. En ella el color remitía a la sangre derramada. Lo que presenta aquí el director es, sin embargo, algo distinto y tal vez más sugerente: una ficción sencilla que refiere la travesía de un campesino, Don Tacho (Eustacio Ascacio, setenta años, actor no profesional), desde su pueblo natal cohahuilense hasta la Ciudad de México con el propósito de recuperar el cuerpo de su hija recién asesinada, y darle sepultura, según su deseo, portando unos zapatos rojos.

El arranque de la cinta es lento y contemplativo. Alude a la precariedad del campo y a una faena laboral del anciano que apenas permite la subsistencia. Su hija, se entiende, ha huído de esa penuria para probar suerte en la ciudad con el destino final que el cine mexicano le deparó múltiples veces en más de un melodrama. Del rancho a la capital, desde Santa (Moreno, 1931) un clásico itinerario femenino sin posibilidades de un final feliz. Don Tacho deberá emprender ahora esa misma ruta para intentar comprender y reparar, tardíamente, un daño moral del que se siente culpable. En el camino padecerá abusos y desventuras, sintiéndose perdido en una ciudad inmensa y hostil, plagada de burocracias. En medio de esa desolación, su encuentro con Damiana (Natalia Solián), joven sexoservidora con una suerte adversa y un pasado en algo parecido al de la hija desaparecida, creará un lazo de comprensión y fraternidad entre estos dos seres en todo diferentes y al mismo tiempo reunidos por el azar y un mismo propósito de reparación moral.

Parecía improbable conseguir acentos de veracidad y convicción dramática en un esquema narrativo convencional y muy explotado por el clásico melodrama mexicano. Sin embargo, un gran acierto del cineasta fue recurrir a Don Eustacio Ascasio, nombre casi rulfiano, para encarnar con naturalidad a Tacho, un personaje que a su avanzada edad parece apenas descubrir el mundo insólito de esa urbe que le intimida y fascina. Es emotiva su manera de relacionarse con Damiana, compañera inesperada de la que se vuelve una suerte de padre putativo. Todo sin una sobrecarga melodramática; por el contrario, con no pocas pinceladas de humor en esta historia donde la violencia descarnada del crimen organizado y los asesinatos en serie han quedado en un segundo plano –siempre aludida, jamás enfatizada–, tomando así distancias con todo sensacionalismo, victimismo inmediato, o exceso gráfico. Un relato vigoroso y tierno, de paso posiblemente meteórico por la cartelera comercial.

Se exhibe en Cinépolis, Cinemex y Cine Tonalá.