asada la jornada del próximo 2 de junio, habrá un juicio inevitable sobre las empresas encuestadoras. Por diferentes que sean los ejercicios demoscópicos, las muestras y los mecanismos de entrevista a quienes fueron cuestionados, el diferencial de puntos entre estas empresas ha llegado a un nivel irrisorio y de locura. No es la primera vez, pero tal vez es la más clara y flagrante. Lo interesante e increíble es que, pasados los ciclos electorales, las encuestadoras encuentran algún argumento para defender lo indefendible, y regresan, tres o seis años después, con la legitimidad intacta ante la falta de memoria en la opinión pública.
Hay dos clases de encuestas: las que sirven para tomar decisiones estratégicas y las que funcionan como propaganda. Las primeras, de carácter interno, reflejan el sentido original de los ejercicios demoscópicos, el tomar una muestra representativa del humor social, de la posición de una audiencia, del pulso colectivo, para adaptar mensajes, construir ofertas políticas, subir o bajar candidaturas. El rigor metodológico está directamente relacionado con la utilidad de la encuesta como herramienta, y aun así, el resultado está determinado por factores sociológicos tan complejos, como que el encuestado mienta por alguna razón, o no revele preferencias por temor al uso que tenga su respuesta.
Las otras encuestas, las que son material de propaganda, no requieren gran ciencia ni rigor metodológico. Todo es cuestión de diseñar el mensaje y adaptar los números a lo que se quiere posicionar con la encuesta.
El caso más evidente es el de las encuestas que buscan reducir el margen de diferencia entre candidatas a un dígito, más por una barrera mental y un argumento de comunicación, que por un reflejo fiel de lo que está pasando en el electorado.
¿A alguien le parece seria una diferencia de 20, 30 puntos entre encuestas que en teoría miden la misma campaña? Insisto, hay casos verdaderamente penosos que habrá que revisar por salud de nuestra democracia, una vez pasada la contienda. Hace algunos años, cuando las encuestas empezaron a ser relevantes en la opinión pública durante una campaña electoral, había una lógica elemental en las casas encuestadoras: entre más cercano era su pronóstico al resultado final, mayor prestigio y, por tanto, mejores posibilidades de crecer su presencia y negocio. Un incentivo positivo y bien alineado.
Si bien en México existen casas encuestadoras de excelencia, con un nombre y prestigio ganado a pulso, se ha popularizado otra lógica, más perniciosa y cortoplacista, que es la de tratar de influir en el ánimo de los electores con encuestas a modo, y números que no reflejan otra cosa que una intencionalidad política; a veces eficaz, otras veces francamente penoso. Porque pasada la elección, finalizada la contienda, al lunes siguiente las casas encuestadoras tendrán que dar la cara y defender sus números, lo cual será imposible para algunas, que están cayendo en este esquema propagandístico insostenible.
Las encuestas fallan en el mundo. Y lo hacen porque el factor humano, el razonamiento complejo de quien contesta a la pregunta de un encuestador, es calculable, pero no predecible a 100 por ciento.
Para muestra, el caso de Hillary Clinton y Donald Trump en 2016, donde muchos encuestados no revelaron la preferencia trumpista por corrección política; una preferencia que se manifestó el día de la elección y rompió con el escenario más probable, que era el triunfo de la demócrata. O el reciente caso de Erdogan y su partido en Turquía, que fue confiado a la elección municipal, seguro de mantener la hegemonía construida en los últimos 20 años, y que se diluyó sorpresivamente con un claro triunfo opositor que ninguna encuesta vio venir.
Las encuestas no son instrumentos de predicción del futuro. Son termómetros sociales y espejos de un momento determinado, que resultan determinantes para entender fenómenos políticos.
Por eso vale la pena cuidar el concepto, velar por sondeos útiles, y no la trama teatral basada en enredos numéricos que hemos presenciado a lo largo de los últimos meses y semanas. El abuso propagandístico de las encuestas las hace un medio más para la desinformación, uno que, aunque disfrazado de instrumento científico, no es más que humo y espejos.