éxico ha tenido una historia marcada por la violencia política. La democracia ha estado siempre acompañada por el asesinato político con el fin de incidir en el futuro, para retener o arrebatar el poder. Nuestro primer ejercicio democrático moderno, la elección de Francisco I. Madero, terminó con un golpe de Estado, la confabulación de intereses extranjeros y su artero asesinato. Era 1913, el siglo XX empezaba y aún nos faltaba la etapa más cruenta de la Revolución, así como los asesinatos que marcaron al régimen posrevolucionario, quizá el más paradigmático sea el de Álvaro Obregón, quien al tanto de su enorme popularidad, rompió el canon autoimpuesto por la Revolución (la no relección), y habiendo sido electo por segunda vez, fue muerto en la multicitada y conocida escena de La Bombilla. Así nació nuestra democracia, con olor a plomo y a sangre, y ha sido, desde entonces, un complejo ejercicio colectivo el alejarnos de esa dinámica en la que quien no gana, arrebata.
Lo traigo a este espacio porque cada ciclo electoral, gobierne quien gobierne, se ha convertido en temporada de caza. Los candidatos no tienen como prioridad convencer y ganar, sino llegar vivos, primero, al día de la elección. Caso emblemático es el de la candidata de Morena a la alcaldía de Celaya, Gisela Gaytán, que al terminar una conferencia de prensa en la que abordó el tema de la seguridad pública en Guanajuato, y el de su seguridad a nivel personal, fue asesinada a plena luz del día, entre decenas de simpatizantes. Un México que se parece más al Cuévano que retrató Jorge Ibarguengoitia, en Los relámpagos de agosto, que al país moderno, seguro, al que todos, sin distingo de partidos políticos, aspiramos.
En este hilo histórico de violencia política, hubo un paréntesis en la segunda mitad del siglo XX. Y creo que pasó, en parte, por la hegemonía y control que hacían testimoniales buena parte de las elecciones. Una paz frágil que se rompió el 23 de marzo de 1994, con el asesinato de Luis Donaldo Colosio Murrieta. Esa tarde algo se quebró en el sistema político, pero también en la sique democrática de México. Más allá de las teorías y conspiraciones, todos entendimos que alguien podía romper el futuro, que la decisión final no era necesariamente la de las urnas, que el México de plomo y sangre seguía ahí, dormido, esperando regresar, y regresó.
Cientos, tal vez miles de candidatos a cargos de elección popular han sido asesinados en los últimos 30 años. Hoy vemos con cierta normalidad
que a un aspirante se le mate en campaña. Así de cruel y tergiversada es nuestra relación como sociedad con la violencia. A los candidatos los está matando el crimen, dado que entendieron que necesitaban alfiles dentro de los municipios, de los cabildos, de las policías, de los gobiernos estatales; a los candidatos los está matando la logística criminal, cuando amenazan con cambiar las reglas del negocio que va mucho más allá del tráfico de estupefacientes. Pero a los candidatos también los está matando la rivalidad política, que ve en el crimen el último recurso para evitar que alguien llegue al poder. El procesamiento de la política por la vía del avasallamiento, del crimen, de la violencia.
¿Cómo involucrar a los jóvenes en la política en este escenario? ¿Cómo traer a buenos ciudadanos a una representación oficial cuando la vida corre tal riesgo estadístico? ¿Cómo preservar las reglas del juego democrático, si hay quienes de un manotazo tiran el tablero?
La democracia es más que contar votos y elegir representantes: es la capacidad humana de aceptar triunfos y derrotas, de conciliar y entender al otro. Esa democracia liberal, en la que la vida, la libertad y los bienes son los baluartes a cuidar, lleva muchos años erosionada. Hoy vivimos una dinámica mucho más pragmática, en la cual la amenaza es clara y la violencia política moldea el poder desde lo local; del municipio más recóndito del país a entidades económicamente relevantes matar ha regresado al escenario como una forma de hacer política, algo que nuestra generación no puede heredarle a nuestros hijos.