i Manuel Enríquez (Ocotlán, 1926-CDMX, 1994) sólo hubiera dejado la huella de su sólida labor como violinista, su legado estaría asegurado. Si de Manuel Enríquez sólo conserváramos el catálogo de sus composiciones, estaría colocado como primus inter pares entre sus colegas mexicanos. Si el único logro institucional de Manuel Enríquez hubiera sido la fundación y dirección del Foro Internacional de Música Nueva que hoy lleva su nombre, su contribución a la diseminación de la música de nuestro tiempo ocuparía el lugar más alto en nuestro ámbito cultural.
La suma de esos y muchos otros logros lo colocan, entonces, en un sitio de capital importancia y punto de inflexión fundamental en la historia de la música de México. Lo esencial de Enríquez está en que fue el primer compositor mexicano relevante en romper a rajatabla con los parámetros de un nacionalismo que, cuando él hizo su aparición, ya estaba añejo y apolillado. De ahí, no sólo su propia, admirable producción, sino también la huella que dejó en las generaciones de compositores mexicanos que le siguieron.
Con motivo de los 30 años de su muerte, el Centro Nacional de las Artes (que coincidentemente cumple tres décadas de su fundación) organiza y presenta una serie de actividades destinadas, en buena hora, a recordar a este músico mexicano de capital importancia. De inicio, un concierto con obras de cámara, el jueves por la noche, en el auditorio Blas Galindo del Cenart.
1.- Suite para violín y piano (Manuel Ramos y Carlos Adriel Salmerón). Obra rica en gestos dramáticos, moderna sí, pero anterior a la categórica ruptura efectuada después por Enríquez. La estructura, aún tradicional, pero con algunas bienvenidas libertades. Límpida escritura para ambos instrumentos. Ausencia general de impulsos nacionales, salvo en los traviesos guiños locales (ironía pura) del último movimiento.
2.- Díptico I, para flauta y piano (Abraham Sáenz y Francisco García Torres). Aquí ya está presente el Enríquez de las técnicas instrumentales extendidas, del lenguaje más disjunto y angular, pero nunca disperso. Inteligente uso de los registros extremos de los instrumentos, que provoca, entre otros resultados, una rica paleta tímbrica.
3.- Oboemia, para oboe solo (Carmen Thierry). Pieza de alta demanda técnica, sin alardes de virtuosismos huecos o complejidades per se; todo, al servicio del nervioso discurso sustentado en ideas y gestos insistentes (también persistentes, sí) que contribuyen a generar una austera expresividad. Recursos claves: los multifónicos, abundantes, y los mircointervalos, de presencia más discreta.
4.- Palíndroma, para arpa sola (Emanuel Padilla Olguín). Su atractivo principal, una inteligente dialéctica entre sonoridades que se antojan arcaicas y otras de raíz más moderna. Un gran uso de los contrastes y una lúdica y bien lograda exploración de los colores (que son muchos) del arpa. A destacar, el asombroso uso de los pedales del arpa y los efectos con ello logrados.
Me atrevo a afirmar que Oboemia y Palíndroma están colocadas en un sitio muy alto en la lista de las obras mexicanas para oboe y para arpa. Y fueron éstas, además, las dos piezas de interpretación más convincente y rigurosa del programa, si bien en las dos primeras fue posible encontrar momentos de verdadera colaboración entre los instrumentistas de ambos dúos. Una de las ideas que zumbaron en mi cabeza mientras escuchaba estas músicas de Enríquez fue la de la imperiosa necesidad de inventariar aquellas de sus obras que no han sido grabadas (y bien grabadas) y proceder a registrarlas de inmediato; me parece esencial que dispongamos de una discografía Enríquez integral.
A la luz de la insoslayable importancia de Manuel Enríquez en el centro mismo de la música mexicana contemporánea, se antoja muy mezquina la presencia de apenas una treintena de melómanos en el BlasGa. Pero… ¿para qué ir a escuchar la música de Enríquez si estamos todos bien metidos, muy contentos, en el mood perreo?