ómo enfrentarán los padres del niño de siete años, Lucas, el misterio de su desaparición repentina en un bosque, poco después de haberlo reprendido por su mala conducta? ¿Se habrá alejado del auto, detenido en la carretera, para huir de ellos y evitar regaños más severos, o simplemente se extravió por una desatención en su cuidado? Ana (Antonia Zegers), la madre, y su esposo Mateo (Néstor Cantillana), permanecen en todo caso perplejos, intentando indagar, cada uno, en el rostro o en las actitudes de su pareja, la clave, explicación o motivo real de lo sucedido. A medida que crece la angustia, los dos serán interrogados por una patrulla de policía que investigará, con mayor celo, qué parte de responsabilidad les corresponde y sacar algo en claro de sus declaraciones confusas, a ratos contradictorias. Hay una supuesta parte de culpa de la pareja en el asunto, ¿pero hasta qué punto es admitida o compartida? Hay también la sombra de un conflicto conyugal soterrado, viejos reproches mutuos, cierto remordimiento por la enigmática volatilización del niño y, de modo más ominoso, la eventualidad de un posible castigo moral. ¿Pero quién lo determinará y contra quién habrá de dirigirse? Ése es el misterio más insoluble de todos.
El castigo (2022), coproducción chileno-argentina dirigida por el realizador santiaguino Matías Bizé, registra un ambiente claustrofóbico en la zona del suceso, una sensación de encierro muy ligada a la época en que inicia el rodaje de la cinta, el tiempo de la pandemia por covid. La crispación de los personajes, su exasperación a flor de piel, y el punzante miedo de perder para siempre, de un momento a otro y de manera absurda, al ser más querido, ciertamente guarda relación con las angustias colectivas del momento. Tal vez por ello se da también la decisión de filmar toda la película en un solo plano secuencia, en parte para dar muy poco respiro a los espectadores, atraparlos en una vorágine de emociones, como en un thriller, y hacerles compartir con los padres, en tiempo real, una misma zozobra y plantearse con ellos las mismas interrogantes incómodas.
La opción de filmar la cinta de ochenta minutos en un solo plano, recurso ya ensayado por el director al inicio de su carrera en Sábado, una película en tiempo real (2002), confiere a la primera parte del relato un ritmo algo moroso, en clave minimalista, que apenas permite adivinar el drama mayor que se avecina y que está más ligado a los conflictos de la pareja misma que a la propia desaparición filial, susceptible siempre de tener un desenlace afortunado. Resultaría inconveniente adelantar aquí la naturaleza de ese drama. Baste señalar que un malestar existencial aqueja de modo particular a Ana (formidable Antonia Zegers, actriz favorita del cineasta), y que tiene que ver con un cuestionamiento radical e inusitado de su papel como madre. Al adentrarse y concentrarse paulatinamente el director y su guionista, la española Coral Cruz, en la problemática femenina, la cinta alcanza un nivel notable de expresión dramática con interpretaciones y diálogos finales soberbios. Toda la trama cobra en esta segunda parte un giro nuevo, un sentido aún más inquietante. La incomunicación y la soledad, el desamor y la insensibilidad, ya no tienen que ver únicamente con el niño extraviado, sino con un arreglo conyugal desgastado, una maternidad contrariada, y un orden doméstico injusto que aparecen aquí al desnudo, expuestos de manera implacable –como antes lo hiciera la memorable cinta Sin amor (2017), del ruso Andrey Zvyagintsev, aquel retrato de un infante dejado a la deriva por una pareja de padres condenados, a su vez, a otro tipo de naufragio.
Se exhibe en Cineteca Nacional, Cine Tonalá y Casa del Cine.