l 10 de abril se cumple un aniversario más de la muerte de Emiliano Zapata, ultimado en 1919, y el 17 de abril, desde 1996, se celebra el Día Internacional de las Luchas Campesinas; con motivo de ambas fechas escribimos las siguientes líneas. A finales de 1958 y el inicio de 1959 se inauguró un complejo entramado de batallas de los sectores subalternos –obreros y campesinos– en el México del esplendor autoritario. Asegurada la unidad de la élite política, que en el contexto electoral no sufrió grietas en la elección de Adolfo López Mateos, éste inició su mandato con el golpe de fuerza contra el movimiento ferrocarrilero. En un tramo temporal paralelo y subsiguiente, sufrían derrotas similares los maestros, los petroleros y los telefonistas, condenando a la acción colectiva del movimiento a una situación de congelamiento por al menos una década.
Aunque la mayor parte de los núcleos interpretativos contemporáneos, ceñidos al corsé de la transición, han disminuido la referencia al periodo 1958-1959, concentrándose en cambio en la ruptura cultural producida a partir de 1968, como si lo ocurrido en ese año fuera un rayo que cae en cielo sereno, es preciso volver a repasar la movilización de aquel primer lustro. Frente al dominio intelectual que identifica el proceso de democratización como ejercicio urbano, asociado a los sectores modernos
y cosmopolitas
, advertimos que sepultar la activación social ocurrida en la compleja sociedad rural de la época tiene costos altos para la memoria democrática. El principal de ellos es el de ignorar la profunda raíz campesina del proceso de obtención de derechos y libertades, en pos de colocar la democracia como el resultado de pactos entre élites, burocracias, expertos y académicos, quienes fungieron como los arquitectos y principales beneficiarios de las instituciones de corte electoral y aledañas.
Así, entre 1959 y 1964, una ola intensa de movilización sacudió al mundo rural. Dispersa, muchas veces desorganizada y sin vasos comunicantes, ella permite entrever los principales motivos que luego reaparecerán bajo la férula de la transición. Fueron los campesinos quienes rompieron –brevemente– la muralla de contención de las organizaciones corporativas, construyendo la Central Campesina Independiente en 1963, haciendo a un lado el monopolio de la Confederación Nacional Campesina. Sin embargo, su lucha se extendió a todos los poros de la vida social, rebasando los marcos corporativos.
Durante este periodo protagonizaron sucesivos combates por la transparencia de la resolución de expedientes agrarios, los cuales se encontraban en manos de una burocracia política que solía favorecer a los cenecistas. Al pugnar contra el privilegio decisorio del burócrata sobre el reparto agrario, alertaron de la importancia de la lucha contra la corrupción como mecanismo de sometimiento político e ideológico. En Mexicali, Baja California, nuevos sectores de productores se vieron sacudidos por la impronta contaminante de agua salinizada proveniente del suelo estadunidense, planteando con ello una nueva demanda ecológica que increpó por igual a empresarios del otro lado de la frontera como a los políticos locales omisos. Los ejidatarios en las orillas de la Ciudad de México –en Santa Martha o en lo que después sería Satélite– resistieron las formas del despojo asociado a la creciente urbanización capitalista. La lucha electoral no sólo se concentró en el Frente Electoral del Pueblo en 1964, sino que se replicó en frentes estatales y municipales, como en la propia Baja California, pero también en Guerrero, Coahuila y Sinaloa, adelantando más de una década la utopía viable
, como calificó López Mojardín a la lucha municipal. En esta batalla se demuestra que ni en lo electoral el PRI fue actor exclusivo. Por supuesto que las luchas campesinas sufrieron la embestida represiva a manos tanto de guardias blancas como de cuerpos policiacos y del Ejército: matanzas, encarcelamiento –incluso de candidatos en periodo de elecciones– y masacres era el grueso de la actividad en estados como Guerrero.
La libertad política, la democracia electoral, la lucha contra la corrupción, la demanda de transparencia, un ecologismo primigenio, la resistencia de la modernidad urbana, la búsqueda de decidir sobre sus propias organizaciones son los motivos articuladores patentes con intensidad en el ciclo 1959-1964. Este periodo configura el conjunto de demandas que después serán procesados en la forma de un verdadero blanqueamiento a manos de los discursos de la transición. Las principales vetas de la democracia no ocurrieron privilegiadamente en las iluminadas calles de Reforma, en los pulcros salones de alguna universidad ni tampoco en los encuentros sociales de las élites, sino que fueron producto de los combates plebeyos.
Como en 1914, cuando los ejércitos campesinos se encontraron en la Convención de Aguascalientes y en su Programa de Reformas plantearon lo que sería el germen de la Constitución social de 1917, la movilización la sociedad rural a inicio de la década de 1960 inventó el futuro democrático. Para solventar la deuda del reconocimiento siempre es necesario insistir en lo determinante de su presencia para minar el autoritarismo, al tiempo que es preciso recordar que sostenían tanto la insistencia en la necesidad de la protección social por parte del Estado como la proclividad por la autogestión cotidiana. Contra el relato del festejo modernizante, hay que insistir en que las clases medias, los consultores y expertos no fueron los productores del registro democrático, sino que apenas recogieron lo que los desheredados, parias y empobrecidos campesinos ya habían aventurado como su propio sendero. Pese a quienes decretan desde hace cuatro décadas la inadecuación histórica del campesinado e incluso una supuesta y definitiva extinción, es preciso evocar que fueron éstos los que dieron sustento a la raíz plebeya de la democratización; por tanto, son parte medular de la contemporaneidad.
* Investigador UAM