El escritor estadunidense Paul Auster volvió al género de la novela con Baumgartner, ya disponible en librerías mexicanas. El narrador nacido en Nueva Jersey (1947) escribió este texto al parejo del tratamiento contra el cáncer que le diagnosticaron en diciembre de 2022.
Domingo 7 de abril de 2024, p. a12
Baumgartner toma nota mentalmente de llamar al encargado de Ed en la PSE&G para deshacerse en comentarios entusiastas sobre las cualidades del nuevo miembro de su personal.
El único teléfono de la planta baja está en la cocina y, cuando a Baumgartner se le ocurre ir hacia allá, se da cuenta de que tiene hambre, tanta, que decide que si puede arreglárselas para recorrer esa distancia no solo llamará a la PSE&G, sino que también se preparará algo para almorzar.
Levantarse del sofá resulta más fácil de lo que había creído, pero ponerse de pie es una tortura, igual que el acto de mover la pierna derecha, sobre todo al plantar el pie en el suelo. Resoplar de dolor alivia un poco, pero no mucho, y aunque la solución ideal sería desplazarse por la casa saltando sobre la pierna izquierda, teme perder el equilibrio y caerse, pese a que en otro tiempo lo considerasen un espléndido atleta, uno de los mejores de la facultad, pero eso fue hace mucho tiempo, cuando era joven, han pasado muchos años desde entonces, toda una vida, si se para uno a pensarlo, y Baumgartner se da cuenta de la estupidez que sería incluso considerar la situación y correr el riesgo aunque una vez fuese capaz de tomarse el pie izquierdo con la mano derecha y pasar la pierna derecha por en medio sin dejar de sujetarse el pie izquierdo con la mano derecha. Era una hazaña que inspiraba respeto a sus amigos y dejaba boquiabiertas a las chicas, porque nadie más era capaz de realizar aquella extraña proeza sin sentido, pero eso era entonces y ahora es ahora, dice para sus adentros, y en adelante no tendrá más remedio que ir a la cocina resoplando y saltando a pata coja con pasos lentos y cautelosos, no vaya a desplomarse antes de llegar.
Casi se viene abajo pero no se cae, casi no lo logra pero lo consigue, y una vez cruzada la línea de meta se siente tan agotado por los esfuerzos que se deja caer sobre una de las sillas desperdigadas en torno a la mesa. Ni que decir tiene que es la más cercana a la puerta por donde acaba de entrar, pero también es la única desde donde se puede mirar por la ventana y contemplar el jardín y, girando un poco la cabeza en la otra dirección, observar también toda la estancia. Respirando fuerte y aturdido por todo lo que acaba de pasar, Baumgartner es consciente de que transcurrirá un buen rato antes de que pueda ponerse otra vez de pie para hacer el trayecto de la silla al aparador y luego al refrigerador, a la estufa, al fregadero y al teléfono de la pared, y de momento se queda allí sentado entre una nebulosa de dolor y agotamiento, indiferente hacia dónde van y a lo que ven sus ojos e incluso a la cuestión de si ven algo. Da la casualidad de que ha aterrizado sobre la silla de tal forma que tiene la cabeza vuelta hacia la estancia, y a medida que la frecuencia de su respiración va disminuyendo y acaba siendo más o menos normal, empieza a pasear la mirada por la cocina hasta que finalmente atisba el pocillo quemado en el suelo. Ese fue el comienzo de todo, piensa, el primer contratiempo que ha conducido a todos los demás en este día de interminables percances, pero mientras sigue observando el renegrido cacharro de aluminio al otro lado de la estancia, sus pensamientos, alejándose despacio de los estúpidos batacazos de esta mañana, retornan al pasado, a ese remoto ayer que titila en los márgenes de la memoria, y poco a poco, de forma minúscula cada vez, va recordándolo todo, el mundo perdido de Entonces, y ahí lo tenemos, con su físico de veinte años sin desarrollar del todo, un humilde estudiante de primer año de la carrera en el Upper West Side de Manhattan en busca de algunas cosas para el primer departamento en el que va a vivir solo, de camino a la tienda Goodwill de Amsterdam Avenue a comprar todos los utensilios de cocina de segunda mano que le quepan en el aparador de su microscópica cocina, y en aquel establecimiento rancio pero abarrotado de cosas, de paredes amarillentas y tenues luces fluorescentes, fue donde vio por primera vez a Anna, la chica de ojos luminosos que todo lo veían, con no más de dieciocho años y también estudiante del barrio. No intercambiaron una sola palabra, solo un par de recíprocas miradas, calibrándose, explorando las posibles ventajas e inconvenientes que podrían surgir o no, si es que ocurría algo, una pequeña sonrisa de ella, una pequeña sonrisa de él, pero aquello fue todo y entonces ella se marchó en aquella tarde de septiembre mientras don Tímido se quedó allí parado como un idiota –lo que era y sigue siendo–, y acabó comprando aquel horrible pocillo de aluminio que le costó diez centavos y lo ha acompañado todos estos años hasta su extinción final esta mañana.
Paul Auster (Oficial) de Facebook
Pasaron ocho meses hasta que volvió a encontrarse con ella, pero la reconoció, desde luego, y por motivos que le siguen resultando incomprensibles, ella también lo recordaba a él, y entonces empezó todo, poco a poco al principio, hasta que cinco años después se casaron y empezó la verdadera vida de Baumgartner, su primera y única vida que duró hasta nueve veranos atrás, cuando Anna se zambulló en el mar en Cape Cod y se topó con la cresta monstruosa y feroz de esa ola que le rompió la espalda y la mató, y desde aquella tarde, desde aquella tarde..., no, dice Baumgartner para sus adentros, no debes recordar eso ahora, imbécil, pedazo de mierda, aguanta y aparta la vista del pocillo, idiota, o te estrangulo y te mato con mis propias manos.
De modo que Baumgartner aparta la vista del pocillo tirado en el suelo y mira el jardín, que es poco más que un terreno con césped mal cuidado y un cerezo silvestre y solitario, aún sin florecer pero empezando a echar algunos brotes, y quién lo iba a decir, fíjate en eso, dice para sí, un petirrojo se ha posado en la hierba, sin duda para tantear el terreno y cazar lombrices, y ya ha encontrado una, mira, allí, la está sacando con el pico, y ahora, zas, la tira sobre la hierba y se pone a cabecear de un lado a otro durante unos segundos para observar otras cosas y entonces, de pronto, salta de nuevo sobre la lombriz, la sacude con el pico, arrancándole un trocito y después, zas, vuelve a arrojarla al suelo, da unos cuantos saltitos más alrededor y abate la cabeza por última vez, agarra la lombriz y se la traga de un solo bocado.
Baumgartner no aparta la vista mientras el petirrojo sigue dedicándose a su negocio de atrapar y devorar lombrices, porque hay muchas de esas pequeñas criaturas enterradas bajo la superficie del jardín, muchas más de las que se figuraba que existían, y poco a poco, mientras el petirrojo va arrancándolas del suelo, Baumgartner empieza a preguntarse a qué sabrán las lombrices y qué se sentirá al meterse en la boca una lombriz que se retuerce y tragársela viva.
* Adelanto publicado con autorización de la editorial Seix Barral.
© 2023 Paul Auster. © 2024
Traducción: Benito Gómez Ibáñez.
Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.