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El derecho de abortar
A

mis 16 años, alumna en un colegio católico, sin ninguna educación sexual, quedé embarazada, sin siquiera comprender muy bien lo que pasó. La profesora de biología, encargada por las monjas que dirigían la escuela de nuestro aprendizaje sobre la reproducción, nos habló del polen, las abejas y las flores. Añadió que las mujeres teníamos las caderas más anchas y se balanceaban para mecer al hijo que tendríamos. No entendí nada de la relación entre el polen, el balanceo de caderas y un niño que, por lo visto, no era depositado junto a una mujer por una hermosa y blanca cigüeña.

El recuerdo de una relación sexual con un hombre que aproximaba la cincuentena, un dizque profesor de periodismo en unos cursos organizados por el diario Excélsior de la época, era demasiado vago en mi mente a causa del alcohol que el tipo me invitó a tomar cuando yo nunca había ingerido ni una gota. Siguen las imágenes dispersas, en traveling, descosidas, de la Alameda, un cuarto con una cama, mi grito de dolor, del tipo metiéndose al baño y preguntándome si quiero darme un regaderazo. No recuerdo más.

En la actualidad, lo que narro en unos cuantos trazos no constituye sólo el abuso de un adulto, depositario además de la autoridad de profesor, sobre una menor. Es una violación, calificada de acto criminal por la legislación francesa, acto castigado por la reclusión criminal de 15 a 20 años, según el caso.

En aquella época, la culpable era yo. Sin contar que había desatado un escándalo al buscar ayuda a causa de mi situación, no sabiendo a quién recurrir, ofuscada por el embarazo que me descubrí. Aunque algunos periodistas, como Froylán López Narváez o Eduardo Deschamps estuvieron de mi lado, muchos otros me miraban de reojo cuando pasaba por los corredores de la redacción del diario. El director, un viejito a quien llamaban agogó por agogotadito, me llamó a su oficina para decirme que no siguiera destruyendo familias. El tipo que abusó de mi juventud, mi ignorancia y mi confianza, había ido a lloriquear frente al director en nombre de la solidez de un hogar, formado por su señora esposa y sus querubines de hijos, puesto en peligro por mí.

No me quedó más remedio que hacer frente al problema yo sola. Veía cada minuto pasar como el condenado a muerte ve reducirse el tiempo que le queda. El abultamiento de mi vientre podría ser visible de un día a otro. Imaginar los rostros de dolor de mis padres al saberme encinta me decidió a abortar. Cómo conseguir un médico. En esos años, el aborto era aún ilegal, castigable por la ley. Qué me importaban la ley o la condena religiosa. La carrera contra el tiempo no me dejó un segundo para pensar en pecados mortales ni crímenes.

La ayuda vino, sorpresiva, increíblemente, de mis compañeras del colegio. Beatriz Ludlow habló con un tío que me envió con el doctor Marín, sí, pariente de Lupe. Pero hubo qué pagar 3 mil pesos. Una fortuna para mí, que contaba con un peso diario para comprar dulces en el recreo. Tere Franco logró empeñar unos aretes de diamantes de su madre. Para recuperarlos, el hermano de Celia Aguilar puso el dinero. Luz Uribe extrajo mil pesos de la cuenta personal que llevaba de la revista del colegio. La profesora de filosofía prestó mil. El sentimiento de culpabilidad terminó la tarde que aborté. Pero, son tan viejos esos recuerdos que, a veces, me parece que no son míos, comienza Ayer es nunca jamás, una de mis novelas.

Volví a caminar por los corredores del diario exhibiendo mi silueta delgada. Descubrí algunas miradas de desconcierto. Nunca supieron si todo no fue sino un falso rumor.

Había recuperado mi orgullo y mi libertad gracias al aborto. Celebro que el derecho a abortar forme ahora parte de la Constitución francesa. Espero que pase lo mismo en México para acabar de culpabilizar a la mujer. Bien dijo Sor Juana: Hombres necios que acusáis / a la mujer sin razón, / sin ver que sois la ocasión / de lo mismo que culpáis.