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Los testigos protegidos y su turbiedad
L

os testigos protegidos, sus historias interesadas, son un corrosivo para la vida pública y, con frecuencia, para el propio periodismo.

Es arriesgado creerles, asumir que sus versiones pueden ilustrar lo que realmente sucedió en asuntos de alto impacto. Son sólo piezas de un rompecabezas y en no pocas ocasiones ni siquiera embonan si se les estudia con el cuidado debido.

Es el error de no distinguir el espacio que suele existir entre la memoria personal y la propia historia. Por ello se requiere de un trabajo arduo, de persistencia para tener una idea aproximada a lo que pudo ocurrir.

Cuando estudié, con Jorge Carpizo, el expediente del homicidio del cardenal Juan Jesús Posadas, y del que luego escribimos un libro, pudimos apreciar las maquinarias que se echan a andar con el objetivo de que la narrativa se acople a los intereses de los más diversos poderes.

Era como el cuento de nunca acabar, porque se presentaron decenas de testimonios con lo que se quería acreditar un complot que nunca existió. La lista es larga, pero hubo de todo, ninjas, visionarios que observaron cómo uno de los gatilleros se convertía en león, curas que falsificaron el libro de bautismos de una parroquia en Tijuana para proteger a Benjamín Arellano, el jefe del cártel, y decir que nunca estuvo en Guadalajara con el propósito de asesinar a Joaquín El Chapo Guzmán.

Lo terrible es que quienes se apegaron a la verdad en muchos casos terminaron muertos o con sus familias asesinadas. Por ello, los testigos dicharacheros, los que tienen el don de la ubicuidad, son la cara escandalosa de la moneda, pero, del otro lado, están las historias crudas, donde no hay márgenes para equivocarse y las consecuencias suelen ser fatales.

La DEA los ha utilizado desde hace décadas para montar los más diver-sos casos.

Los agentes antidrogas han tenido una especie de patente de corso a cambio de enjuiciar, o de intentarlo, a presuntos delincuentes mexicanos.

A lo largo de los años, la DEA se empeña en incidir en la agenda de nuestro país y con fines nada altruistas.

Por desgracia, no les han faltado pretextos y coyunturas para actuar, por las debilidades de las instituciones de seguridad y de justicia nacionales, que se perciben como incapaces de revertir la impunidad.

Aprovechan las ventanas que se abren ante el escándalo, como lo hicieron en el caso del homicidio del agente Enrique Kike Camarena.

Aquello significó el ataque a la soberanía, el secuestro de ciudadanos mexicanos con la complicidad de agente de la Dirección Federal de Seguridad.

Lo grave es que los casos que montan muchas veces no resisten la supervisión y el contraste de los datos. La detención del general Salvador Cienfuegos es un ejemplo de ello. Chismes y conjeturas que, sin embargo, fueron suficientes para arrestar, aunque sólo fuera por un lapso breve, a un ex secretario de la Defen-sa Nacional.

La Fiscalía General de la República, en su momento, hizo público el expediente que se les compartió por instrucciones del Departamento de Estado y en éste se aprecia que no existió nada sólido.

No es un juego, porque entre los procedimientos de la DEA se encuentran los que propician el delito; es decir, hay una lógica en la que impera una suerte de extorsión.

Esto los ha metido en los más diversos problemas, pero también ha mancillado vidas y reputaciones. ¿Se vale que la autoridad simule para buscar que los pretendidos malhechores caigan en la trampa?

Todo un dilema, por supuesto, pero que, en lo que se refiere a la actuación de la DEA ha derivado en hechos terribles, como la masacre de Allende, en Coahuila, que se desató porque dieron a conocer el nombre de informantes a un grupo de policías que en realidad trabajaban para Los Zetas.

Hay una enseñanza y radica en no creer a delincuentes y, sobre todo, el no hacerlo a conveniencia, no celebrar la desgracia de los contrarios, porque sólo se está alentando la propia.

* Periodista @jandradej