l despliegue espectacular de la agroecología por innumerables países del mundo, y especialmente en América Latina, India y Europa, como una opción a la crisis alimentaria, es resultado de procesos tanto a escala nacional como global. En México, el repaso de la historia permite comprender lo que está ocurriendo hoy en las zonas rurales del país, en articulación con el triunfo de un gobierno progresista y antineoliberal. Fue la revolución agraria (1910-1917) la que mediante la Constitución de 1917 estableció las bases jurídicas que reconfiguraron la estructura del campo. Hacia 1910, el panorama agrario estaba representado por 5 mil 932 haciendas que poseían 94 por ciento de la tierra, 32 mil 557 rancheros con 5 por ciento y el restante uno por ciento ocupada por el campesinado incluyendo los pueblos originarios (Córdova, A., 1972).
La revolución no sólo permitió el reparto agrario; también generó dos procesos culturales de enorme trascendencia: la recampesinización y la reindianización de la nación. El costo fue el millón de mexicanos que perdieron la vida. Es en este contexto que aparece la Escuela Nacional de Agricultura (ENA) fundada en 1854. Preocupados por garantizar la dotación de alimentos, los primeros gobiernos posrevolucionarios se dieron a la tarea de incentivar y fortalecer la enseñanza e investigación agropecuarias. En una época en que los templos religiosos (iglesias y capillas) terminaban convertidos en escuelas y bibliotecas públicas y las antiguas haciendas en inmuebles populares, en 1923, y por intervención del director de entonces Marte R. Gómez, el presidente Álvaro Obregón dota a la ENA de una ex hacienda de 900 hectáreas, altamente significativa desde el punto de vista político: Chapingo, cercana a Texcoco. Esa hacienda, cuyo último propietario había sido nada menos que el terrateniente Manuel González, compadre de Porfirio Díaz y presidente palero
de México en 1880-84, sitio de descanso y de reunión de la élite porfiriana, se convirtió en la nueva sede de la ENA.
Pero no sólo eso, en su nueva época, la ENA diseñó y puso en práctica un modelo de educación popular, vigente todavía, donde los estudiantes reciben beca, domitorio, alimentos, asistencia médica y deportes. Hoy, tras los embates de privatización de la educación superior la Universidad Autónoma Chapingo (UACH) es una institución emblemática y atípica. No sólo eso, el gobierno invitó a Diego Rivera a plasmar en sus instalaciones sus célebres murales (39 frescos), que realizó entre 1923 y 1927, con motivos como el reparto agrario, la madre tierra, las luchas campesinas, la unión de obreros y campesinos, los saberes y las ciencias. En la que fue la capilla del hacendado, lugar de oración de la casta terrateniente, Rivera plasmó la que llamó la religión de la mujer tierra
encarnada en la sensualidad del cuerpo desnudo de una embarazada. Hoy además puede admirarse en el Salón de Directores y Rectores, los retratos pintados por otros autores tan célebres como Frida Kahlo, Xavier Guerrero, Juan O’Gorman y Luis Nishizawa.
Todo este impulso educativo y artístico se ha visto, sin embargo, empañado por una contradicción, que se fue haciendo cada vez más notable con el paso del tiempo. Por imitación, la ENA adoptó un modelo de ciencia y tecnología agropecuarias, similar al de Estados Unidos: el modelo agroindustrial que es el paradigma para modernizar
la agricultura tradicional o campesina. Esta adopción, vigente hasta nuestros días, llevó como emblema una frase hoy indefendible: Enseñar la explotación de la tierra, no la del hombre
que de entrada cuestiona toda la obra de Rivera. Y, en efecto, el modelo agroindustrial ha provocado la mayor explotación ecológica de toda la historia: contaminación de aire, tierra y agua; abatimiento de los mantos acuíferos; destrucción de la biodiversidad, afectación a la salud humana por agroquimicos, contaminación genética.
Sin embargo, la historia vuelve a sorprendernos. Invitado por la UACH para ofrecer una conferencia dentro de las Jornadas por la Agroecología, camino por la calzada de los Agrónomos Ilustres para encontrar la efigie de Efraím Hernández-Xolocotzi (1913-91), el ingeniero tlaxcalteca de origen campesino que se atrevió a cuestionar el modelo y convertirse en el promotor de la agroecología mexicana, y defensor de las virtudes de la agricultura tradicional desde mediados de la década de 1970. Su obra y leyenda dieron lugar a la nueva carrera de agroecología de la UACH en 1991, la primera en el país. Con cerca de 800 egresados, la UACH ya lleva en su vientre lo que debe transformarla radicalmente a partir de una revisión autocrítica. Si alguna corriente es compatible y congruente con la historia de la UACH, ésta es la agroecológica, preocupada por la salud humana y ambiental, el bienestar común, la soberanía alimentaria, y una ciencia liberadora, antineoliberal y anticolonialista, en los tiempos de la 4T.