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El comandante Zedillo
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asan los años y sigue siendo desarmante que el doctor Ernesto Zedillo Ponce de León no haya comparecido ante un tribunal, y menos aún haya pisado la cárcel que merece. Estos días ha vuelto a la conversación política por sus inolvidables errores administrativos y su práctica económica al frente del Estado mexicano: privatizadora, desnacionalizadora, oligárquica y proyanqui. Que sea un útil paladín de la doctrina aún vigente que hoy llamamos neoliberalismo explica en parte su éxito académico y empresarial. Y su imbatible impunidad.

Resulta ilustrativa de ello la reciente andanada mañanera. A Zedillo no se le percibe como el mayor genocida del México contemporáneo, aun siendo el único mandatario mexicano denunciado formalmente ante una corte extranjera, nada menos que la de Estados Unidos, país donde reside holgadamente. Entre septiembre de 2011 y octubre de 2014 se debatió la demanda interpuesta por el despacho de abogados, trabajando pro bono, Rafferty, Kobert, Tenenholtz, Bounds & Hess (aunque sin el respaldo de los representantes legítimos de los sobrevivientes) por su responsabilidad parcial y el intento de encubrir la masacre cometida en Acteal, Chiapas, el 22 de diciembre de 1997.

A la postre, la Corte Suprema estadunidense desestimó la apelación de 10 particulares al respecto. Un proceso infructuoso e insuficiente, basado en una exigencia de reparación económica y una limitada consideración de los verdaderos crímenes de quien fue el último mandatario de nuestro siglo XX.

López Obrador omitió el punto, pues no servía para sus fines discursivos: endosarlo a la derecha opositora, lo cual resulta obvio. El gran capital, aquí y allá, guarda gratitud perenne con Zedillo. Quizá no se considera oportuno cuestionar este aspecto de su gestión, lo cual involucraría directamente al Ejército federal, a su entonces secretario de la Defensa Nacional, Enrique Cervantes Aguirre; al general Mario Renán Castillo (fallecido en 2017, arquitecto de la violencia contrainsurgente en Chiapas contra los rebeldes zapatistas y sus aliados pacifistas), ni al general José Gómez Salazar, quien en 1997 quedó a cargo de la estrategia contrainsurgente que fructificó en tres masacres de tsotsiles (Acteal Unión Progreso y Chavajeval), al menos un centenar de muertes en la zona chol y tseltal (Sabanilla, Tila, Tumbalá, Chilón) y miles de desplazados en distintas regiones de la entidad, muchos de los cuales nunca pudieron volver a sus casas.

Sin embargo, el criminal Plan Chiapas, como se le identificó más adelante al hacerse público, no fue la única decisión autoritaria, represiva y criminal del gobierno de Zedillo. Al surgir movimientos rebeldes en Guerrero y Oaxaca desde 1995, poco después de la masiva ocupación militar de las comunidades indígenas en las montañas de Chiapas, la propias fuerzas federales y las policías bajo sus órdenes ejecutaron las masacres de Aguas Blancas y El Charco en Guerrero, así como la persecución criminal de zapotecas en Los Loxichas, Oaxaca, donde por si no lo recuerdan hubo 50 ejecuciones extrajudiciales, 30 desapariciones forzadas, 200 casos de tortura y 160 presos políticos, sin contar agresiones, violaciones sexuales y desplazamientos.

Sin tan notables méritos en campaña, lo precedían los crímenes de Estado de Adolfo López Mateos (la masacre de Xochicalco, donde fue eliminada toda la familia de Rubén Jaramillo, incluido un hijo en gestación), Gustavo Díaz Ordaz (2 de octubre no se olvida), Luis Echeverría Álvarez (su 10 de junio y la nefanda guerra sucia), y de manera un tanto indirecta José López Portillo, cuando tropas al mando del general Absalón Castellanos Domínguez ejecutaron la masacre de tseltales en Wolonchán, Sitalá, Chiapas, el 15 de junio de 1980.

Pero ninguno como Ernesto Zedillo, comandante en jefe de las fuerzas armadas entre 1994 y 2000, quien ordenó sitiar, invadir y ocupar regiones indígenas enteras. Ninguno fue responsable de tantas ejecuciones, la mayoría de personas inermes. Todas ellas indígenas: tsotsiles, choles, tseltales, nahuas, mixtecos y zapotecos.

Aquel hijo obediente de Mexicali, para cuando trepó a la silla ya había manejado las finanzas nacionales, la educación pública y su propio partido, que todavía era El Poder. Dos recurrentes estampas suyas. Una, la de su fascinación por retratarse entre generales, tanques, cañones, tropas con armas largas. Y la otra: él inaugurando gigantescas astas para banderas monumentales en muchas partes, acto que denotaba un irrefrenable complejo de inferioridad. Eran símbolos de conquista. Es así que una de esas banderotas ondearía en la base militar de San Quintín, al fondo de la selva Lacandona, una de sus zonas favoritas para alardear, bucear (fue nuestro presidente buzo) y hacer una guerra de verdad (ver Acteal, crimen de Estado, La Jornada Ediciones, 2008). Eso es lo primero que deberíamos recordar de este personaje oscuro.