Opinión
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Ernesto Zedillo, otra vez
P

or gestiones que hizo un amigo, no sé si para favorecerme, durante la campaña presidencial de Ernesto Zedillo Ponce de León, fui incluido en la grabación de un programa en el que tres o cuatro académicos de medio pelo lo interrogamos con dureza para que, con sus férreas respuestas, demostrara que las podía y que era buen candidato a la presidencia de la República por el decaído PRI.

Cabe recordar que no le resultaba tan fácil haber tomado el lugar de Luis Donaldo Colosio Murrieta, al que habían sacado de la contienda a balazo limpio. Se dice que por haber hecho un discurso demasiado duro en el Monumento a la Revolución el 6 de marzo de 1994, que lo sacó de la gracia del todavía presidente en funciones…

La idea de los organizadores no era mala, pero debieron haber previsto que no era prudente ser espontáneos, y que hubiera sido más sensato, por ejemplo, darle las preguntas con antelación, como lo hizo López Obrador, a efecto de que pudiera preparar sus respuestas.

Mi pregunta resultó un desastre: ¿para qué quiere usted ser presidente? Se hizo un enredo tal que era evidente que no podría salir de ahí la escena. Supongo que ello lo descontroló y tampoco resultaron muy felices las otras.

Recuerdo haber oído que en política, entre más espontáneo queramos que parezca, más debe meditarse.

No quiero juzgar a toro pasado su gestión, en la que no tuve absolutamente nada que ver, pero varias veces en público y privado salí en su defensa por el hecho de haberse mantenido después al margen con una ejemplar discreción, como deberían hacerlo, según mi parecer, todos los ex presidentes.

¿No resultan patéticas las ganas de seguir apareciendo aquí y allá, haciendo el mayor de los ridículos cada vez que abren la boca en público los dos mandatarios que lo sucedieron?

Lo que hizo Zedillo, como dije, deberían hacerlo todos los ex representantes del Ejecutivo o, por lo menos, concentrarse en tareas de bajo perfil y abstenerse de comentar asuntos medulares.

Pero hacerse presente en México precisamente ahora, mereció mucho más de lo que le hizo López Obrador con sus cuatro preguntas centrales, de las cuales, por cierto, Zedillo no supo qué decir. Fue un grave error, máxime hacerlo del brazo del tal José M. Aznar, el más destacado de los capos del neofranquismo español.

Si ya le andaba por volver podía haberlo hecho en otras condiciones y no exponerse, justamente a un ridículo como el que ha sido exhibido por las interrogantes del presidente López Obrador que retratan de cuerpo entero su gestión.

Liberar a unos cuantos ricachos de sus deudas, absorbiéndolas su gobierno, es sencillamente un robo. Lo que hizo al reducir las pensiones y dar lugar a que el salario mínimo fuese más mínimo, no tiene madre. Por último, ceder los ferrocarriles a sus nuevos patrones es un acto en verdad mugroso que no le perdonaremos. Tal gesta lo convierte en una suerte de López de Santa Anna de finales del siglo.

Muchos mexicanos creemos que es mejor que no vuelva a poner un pie en nuestra tierra.