Muerte digna, lujo de informados
n países conservadores o rezagados en materia tanatológica, la muerte digna, lejos de ser un derecho, sigue siendo un lujo para personas bien informadas y mejor formadas, es decir, a prudente distancia de dogmas y moralinas amedrentadoras que someten a la sociedad a una absurda, prolongada y desgastante agonía del paciente, de su familia y de la economía de ésta.
Pero antes que el sentido común, será precisamente el factor económico, no el Estado y sus instituciones, celosas de controlarlo todo, incluso el final de la existencia de las personas, el que irá modificando remilgos religiosos, criterios añejos y finales tranquilizadores pero costosos, como los invocados pero poco accesibles cuidados paliativos, esa atención multiprofesional de pacientes terminales y desahuciados. Además de la intervención de médicos y especialistas, medicamentos encarecidos –la morfina por delante–, mobiliario adecuado, nuevos hábitos nutricionales, aseo diario del paciente y de apoyos emocionales, espirituales y tanatológicos para éste y sus familiares, los centros públicos de salud no suelen contar con este tipo de servicios y a nivel mundial apenas si rebasan diez por ciento las personas que reciben asistencia paliativa.
El paliativismo, entonces, más que ser una solución para pacientes terminales y enfermos desahuciados, intenta frenar la práctica clandestina de la autoliberación, el suicidio asistido y la eutanasia, esa estremecedora palabra que los vitalistas teóricos –no saben lo que implica ser o cuidar un paciente terminal– intentan prohibir, cada vez con menos éxito, entre una población crédula amenazada con castigos eternos si incurre en esos actos.
Queda claro que la muerte digna no es una imposición, sino una opción para quienes deciden terminar su existencia con menos dramatismo y más libertad, con menos tratamientos sin sentido –excepto para los negociantes de la salud falsa– y con menos sufrimiento y daños para el paciente y su familia, que suele convertirse en irreflexivo enemigo de aquel al evitar a toda costa su muerte, así sea sin unos mínimos de calidad de vida. Quienes con honestidad decidan prolongar su agonía por voluntad propia y no por la de su familia, están en todo su derecho si tienen el ánimo y los medios para hacerlo, pero ya es hora de que la sociedad mexicana acepte la muerte natural, no la violenta, como ley de vida y no como un final cruel y doloroso.