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Disquero
La música de Konstatia Gourzi
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▲ La compositora griega Konstantia Gourzi.Foto Astrid Ackerman, tomada de la página web de Gourzi
 
Periódico La Jornada
Sábado 6 de enero de 2024, p. a12

Hay un rastro de quietud en la música que escribe la compositora griega Konstatia Gourzi (Atenas, 1962), nuevo descubrimiento del Disquero.

Sus obras se caracterizan por la brevedad, frescura, gran intensidad, siempre concentrada en los sonidos de la naturaleza y en todo aquello que nos circunda con su quedo rumor.

En muchas de sus piezas es notoria su identidad: un sonido profundamente griego, como el que desarrollaron Mikis Theodorakis, Eleni Karaindrou y Manos Hatzidakis, por nombrar a tres autores que desarrollaron un estilo propio, pero siempre con una impronta inconfundible: la gran tradición de la música popular griega, con sus melodías largas, sinuosas, plenas de historia.

La obra de Konstatia Gourzi es amplia, variada y siempre nueva. Trabajar de asistente de Claudio Abbado cuando él fue director titular de la Filarmónica de Berlín, durante un año, y un lustro con el compositor húngaro György Kurtág, quien en febrero cumplirá 98 años, marcó para siempre el estilo de Konstatia: la brevedad, sobre todo si tomamos en cuenta una de las obras maestras de Kurtág, sus increíbles piezas brevísimas reunidas bajo el título general de Játékok, que significa Juegos.

En su disco más reciente, Whispers, Konstatia Gourzi hilvana 24 piezas cortas, algunas menores de un minuto, donde hace sonar lo insondable: el humo de la chimenea, una hoja que flota (en el viento, en el agua, en nuestra mente), una luz reluciente, una plegaria de protección, los mensajes entre los árboles, el no movimiento de una tortuga, una ballena que se desliza en el océano, el faro de un puerto marino, las nubes..

Ese disco hermoso, Suspiros, se inicia con una pieza que nos recuerda irremediablemente al reverendo Simeon Pease Cheney, quien, según nos ilustra Pascal Quignard en su novela En ese jardín que amábamos, “es el primer compositor que anotó todos los cantos de pájaros que escuchó trinar en el jardín de su parroquia, durante su ministerio, en los años que van desde 1860 a 1880.

Anotó hasta las gotas de la cañería mal cerrada que caían en la regadera apoyada sobre los adoquines de su patio.

Transcribió, nos comparte Quignard, hasta el sonido particular que hacía el perchero del pasillo cuando el viento se embolsaba entre los abrigos invernales.

La pieza que inicia el disco Suspiros se titula raindrops y, en efecto, escuchamos el rebote de las gotas de lluvia sobre el piso, gracias a la pericia de los instrumentistas que ponen en vida este disco: Nils Mönkemeyer a la viola y William Youn al piano.

Una melodía de hechizo se expande desde el centro hacia las orillas del estanque. Pocas notas, a lo Erik Satie. Muchos silencios. Desde los intersticios de esos silencios emergen hadas, duendes, elfos y semillas que se elevan en vapores húmedos, cálidos, con una delicadeza que acaricia.

Es así como nace la segunda pieza del disco, flotating leaf, de la serie wind whispers, cuyo tercer episodio, gliding albatross, es como un sueño profundo hamacado en trinos leves, acentos delicados, lejanía. La serie culmina con shimmering light, en escalas que se alargan y contraen como una respiración de clepsidra, como un ave que vela nuestro sueño.

La siguiente serie en el disco es el Opus 75 b, evening at the window, e inicia con una evocación: the yellow moon, sonidos como efluvios salidos de la viola, que imitan el canto del gallo, en la siguiente pieza que suena sin interrupción: a rooster in the sky, para que vuelva the yellow moon y enseguida escuchamos el sonido del humo, sí, el humo tiene sonido, gracias a la magia de la escritura de la compositora griega Konstatia Gourzi.

La pieza titulada the yellow moon cambia cada dos tracks, pues se intercala entre una composición y la siguiente, con el mismo título pero diferente contenido, como una obra inacabada, siempre en proceso, y que se expande y crece en todas direcciones. Así de mágica es la pluma de la compositora griega Konstatia Gourzi.

La serie evening at the window crece y sigue hasta el track 12, cuando aparece un nuevo opus: call of the bees, cuyo primer episodio se llama attention y, efectivamente, escuchamos el zumbar de las abejas. La capacidad expresiva y narrativa de Gourzi puede ponerse de relieve mediante un procedimiento comparativo: el interludio orquestal que escribió Nikolai Rimski Korsakov para su ópera El cuento del zar Saltán, es un referente para el virtuosismo en los distintos instrumentos para los que se han hecho infinidad de transcripciones y su única finalidad es la de ilustrar cómo el príncipe Gvidón Saltárovich, hijo del zar que da título a la ópera, puede transformarse en insecto y volar.

La diferencia entre las abejas volantes de Konstatia Gourzi y el abejorro de Rimski Korsakov es abismal: Konstatia desarrolla toda una dramaturgia de cuatro capítulos con el título genérico de El llamado de las abejas, mientras Rimski se limita a imitar el sonido del vuelo de un abejorro.

Los pasajes titulados a prayer for protection, transition y unification, en la obra de la compositora griega, tienen profundidad narrativa, conmueven, transportan al escucha a estados de reflexión serena.

Que permanecen mientras suena el track siguiente: messages between trees. No necesitamos ningún ejercicio de imaginación para percibir y comprender los mensajes que se comunican entre los árboles: viento, hojas que se mueven, ramas que pendulan. La viola elabora abalorios, su sonido es penetrante, huele a resina. Resina de árbol. A mensaje hallado dentro de un árbol.

Todo está listo para que escuchemos una love song, título de la siguiente pieza, que da lugar a nueva serie, el opus 86: melodies from the sea, en siete episodios, el primero de los cuales, wave, es efectivamente una masa de sonido que se desplaza suavemente, entra, moja la arena, toma formas caprichosas, se retira. El siguiente capítulo, turtle, retrata la estatuaria de una tortuga que camina lenta, esconde su cabeza, gira y se mueve nuevamente, sus pasos acompasados por pizzicato en viola, notas saltarinas en el piano; enseguida, la pieza titulada iceberg emerge lenta y suave, lenta y glamorosa, como si naciera frente a nuestros ojos.

Es poesía. Pocas notas, las suficientes para formar un abalorio de cuentas transparentes, cristalinas, en ascenso. La última nota de la viola queda flotando en el aire, donde aparecen nubes, título del siguiente episodio: cúmulos de sonido, delicadeza, versos sencillos dejan gotas de rocío en nuestra mente. Las nubes danzan.

Y aparece en el horizonte una ballena. Lenta. Monumental. El sonido de la viola y las notas esparcidas como gotas remanentes desde el lomo del cetáceo se convierten en reflejos, título de la pieza que sigue, en procesión de notas como de cajita de juguete. Escuchamos con claridad los destellos del sol, las delicadas láminas doradas que se curvan en el lento vals de la marea mecida por el sol y el anuncio de la luna en el horizonte. La sucesión de notas es un himno solemne y cándido, una oda a la belleza del mar, un rincón del sueño.

La última pieza, lighthouse, es un alud de notas percutidas que rematan en un dejo melódico también preñado de inocencia. Lo nítido, lo cálido, lo primigenio, he ahí la materia prima de la música de Konstatia Gourzi: la poesía del mundo natural, convertida en sueños. Dulces sueños.

Una melodía repetida en notas ascendentes, de cristal, toma la forma del anhelo. Nos transporta a un estado de edén, protección, inocencia, pureza.

La música de Konstatia Gourzi es un manantial de belleza, pensamientos positivos, estados de gracia. Felicidad.

Las partituras de esta compositora griega crecen con los días. En ellas aparecen ángeles, olas, árboles, aves, rosas, inocencia, plenitud, danzas, silencios.

Poesía.

X: @PabloEspinosaB

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