Opinión
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Isocronías

Amarcord

1. G

racias a Tomás Segovia, a quien había leído pero no conocía, llegué a trabajar tres meses (uh, vaya si tiempo ha) al anexo al Castillo de Chapultepec, donde eran investigadores entre otros imponentes personajes Carlos Monsiváis y José Emilio Pacheco, de presencia éste rigurosamente cotidiana. Iba en un Volkswagen por él Cristina a diario y me sumaban al descenso de la curvada rampa (había un elevador, me parece, que no funcionaba, y un caminito algo escarpado que aún no descubría y que desembocaba entre lo que fuera la hermosa Quinta Colorada –casa como de cuento, todo mundo decía–, donde tiempo después también laboré, y el Audiorama –¿existe todavía el Audiorama?–, grato y espacioso lugar para escuchar música clásica). El descenso, por supuesto, duraba casi nada, mas conseguíamos platicar un poquito, poquitito, y muy a gusto. Tal ocurrió a las 3 de la tarde de lunes a viernes diré que de todas las semanas de esos tres meses. Esperaba ese momento día a día; era lo que me hacía llegar contento a diario a casa antes de partir, en aquel viejo entonces, hacia CU.

2. Aproximadamente 10 años después mi hija Magdalena, de entre 13 y 14, me pregunta:

–Papá, ¿a ti te gusta Cristina Pacheco?

–Pues escribe bien –repuse un poco picado de curiosidad.

–A mí no.

–¿Por qué?

–Porque la empiezas a leer y ya no puedes dejarla.

3. Una muy importante periodista, escritora, me contó algo de José Emilio que muchos años después el autor de Las batallas en el desierto aclaró públicamente en una biblioteca que con su nombre se inauguraba en Azcapotzalco. La anécdota no le correspondía a él, sino al transterrado filósofo y poeta Ramón Xirau. El caso es que por teléfono Cristina me dijo: “Usted es el que publica (o ‘anda publicando’, no recuerdo) mentiras sobre mi marido…”. Me espanté, periodista bisoño y, la verdad, ingenuo que yo era. Le pregunté que por qué lo decía y, a medias disculpándose (No importa, no importa, no se preocupe), colgó. La anécdota, quizás invento de no se sabe quién, es buena per se:

El escritor Equis, bien aunque no notoriamente bien vestido, gestos prudentes, expresión confiable, parca conversación pero gentil, al bajarse del taxi le pregunta al taxista sobre el precio del viaje:

–Nada, padrecito. Con que me dé su bendición basta.