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No sólo de pan...

De aprovechar las coyunturas

C

uando no hay agua ni pan –o tortillas para los mexicanos con esta identidad ancestral–, simplemente no hay vida. Pero cuando estos bienes de primerísima necesidad no están al alcance de todos los seres de una comunidad, ésta se destruye a través de sustitutos ajenos a su historia y cuerpos, con enfermedades debido a la composición de los comestibles, si no es porque su carencia absoluta termina en muerte o, en fin, porque el abandono masivo del suelo a causa de la escasez los arroja a migraciones azarosas. Circunstancias que, si bien poblaron los cinco continentes, llevando a una evolución del conocimiento que construyó las distintas culturas de los pueblos, el proceso actual es una involución y una enfermedad social apenas estudiada, que se está resolviendo en la autodestrucción de sociedades humanas.

Poco reconocida, la enfermedad que afecta el cerebro a través de parte de lo sensorial (la vista, el oído y el tacto) y prosigue con un dominio de las neuronas altamente excitadas, en un proceso de conocimiento del entorno real, modificado por la imaginación, ésta se desvía de su función para la vida y entra en una lógica seductora de destrucción, fuerza y supremacía sobre el entorno real, haciendo desaparecer la otredad de los semejantes, de la fauna y en general de la naturaleza y el universo para asimilarlos como una propiedad.

Brevemente expresado, se puede afirmar que hoy por hoy el desarrollo de la tecnología tiende a sustituir lo humano y devolver a los creadores una idea de su poder y fuerza sobre el entorno, no para aprovecharlo en bien de la humanidad, sino que apuesta a una robotización de los humanos, no sólo con un suplante progresivo de las personas, sino con designios de sustituirlos de manera absoluta y no sólo como creadores y productores, sino, y sobre todo, como consumidores de sus propuestas en una tendencia que se dirige a ya no necesitarnos a nosotros mismos (¡!), conduciéndonos por una pendiente autista, desde la infancia y adolescencia, a conformar masas no indispensables para el capital (o sus formas en mercancías). Dejándonos con la incógnita de saber cuál sería el límite entre lo humano necesario, y los sujetos dispensables, y a sabiendas de que sólo lo sabría la locura imparable de algunos genios que lideran las sociedades contemporáneas. Si se reconoce que nuestras sociedades modernas, infestadas por los principios del neoliberalismo que nos dicta qué producir, que mantener, qué exportar y qué consumir dentro de nuestras fronteras, sería una obligación consciente de toda la sociedad, conducida por líderes responsables, empezar discretamente la construcción de un país (ojalá fuéramos muchos) autónomo en la producción y consumo de lo vital: la alimentación de su pueblo.

Discretamente, porque los grandes cambios no empiezan por decreto sino por la práctica que demuestra y convence a través de sus resultados, que reúne cada vez más personas alrededor del trabajo y de la justicia en el reparto, de la emoción del resultado de una producción superior al consumo local, insertando el superhábit en mercados que alcancen a llenar las necesidades de los que no trabajan en producir alimentos, sino otros productos necesarios, recuperando así la interdependencia del campo y las ciudades, sin que éstas devoren todo el capital en favor de unos cuantos, sino de modo que podamos restablecer la interdependencia justa de la producción total de las sociedades.

¿Utópico? El término no sobra, pero toda utopía parte de un principio de realidad que la avaricia aprovecha al máximo…, porque no se reparte el conocimiento desde abajo y desde el principio, mientras, si se planificara no sólo la economía de un país inserto en una economía global, sino una sociedad decidida a defender su autonomía e ideas sociales, en medio de un mundo injusto, tal vez contagiaríamos otros estados formalmente autónomos, para ir extendiendo sobre el mapamundi la mancha verde de una naturaleza con sociedades justas y autónomas. Donde las únicas diferencias entre las naciones serían las culturales: o sea, las respuestas originales que los distintos pueblos han dado a los retos de la naturaleza y las sociedades en que les tocó vivir, como diría nuestra irremplazable Cristina Pacheco.

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