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Misoginia: persistencia intolerable
M

iles de mujeres se manifestaron ayer en todo el mundo en contra de la violencia de género. Con motivo del Día Internacional por la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, que se conmemoró ayer, grupos feministas denunciaron las situaciones de las que son víctimas y pidieron a las instituciones que tomen las medidas necesarias para erradicar este tipo de agresiones y, ante todo, frenar la intolerable sucesión de feminicidios, la modalidad más atroz de la misoginia. En este sentido, la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (Cepal) recordó que en 26 países y territorios de la región una mujer es asesinada por razones de género cada dos horas; hasta sumar 4 mil 50 feminicidios en 2022.

En la capital mexicana, se recordó que cada año son asesinadas por lo menos 3 mil mujeres, y que la gran mayoría de las agresiones que sufren a diario quedan no sólo impunes, sino fuera de los registros. Como denunciaron las asistentes a la marcha que culminó en el Zócalo de la Ciudad de México, la justicia no llega porque no se detiene a los culpables o porque, cuando se les arresta, se requiere muchísimo tiempo, presión social y una perseverancia heroica para que se dicte sentencia. Por ello, una de las consignas más coreadas en la protesta fue Poder Judicial, vergüenza nacional.

Un ejemplo tan actual como detestable de la manera en que los impartidores de justicia defraudan a las víctimas es el de María Fernanda Olivares, atropellada el 12 de junio de 2021 por Diego Helguera, quien la desfiguró y le infligió heridas que la mantuvieron en agonía durante 21 días, hasta que falleció. Pese a que el feminicida ya fue declarado culpable, un juzgado ha concedido a su defensa ocho aplazamientos para la audiencia en la que debe fijársele la pena correspondiente. Cada uno de estos diferimientos causa un dolor indecible a los familiares de María Fernanda, quienes se ven obligados a revivir una y otra vez un trance por el que nadie debería pasar jamás.

Este tipo de conductas inaceptables persiste en la cotidianeidad pese a que los tribunales, como todas las instancias del Estado y cada vez más dentro de la iniciativa privada, cuentan con protocolos para evitar la revictimización y conducir los casos de violencia de género con la conciencia y la sensibilidad que ameritan. Éste es uno de los aspectos más alarmantes del fenómeno de la violencia contra las mujeres: el machismo parece ser inmune a la legislación, la creación de instituciones específicas para combatirlo y la adopción de normativas dirigidas a erradicarlo. En México, desde 2007 se encuentra en vigor la Ley general de acceso de las mujeres a una vida libre de violencia; desde 2012 el feminicidio está tipificado a nivel federal como el asesinato de mujeres por el hecho de serlo; y desde 2018 se ha promulgado un conjunto de disposiciones conocido como ley Olimpia, cuyo propósito es terminar con la violencia digital contra las mujeres. Asimismo, se vive un avance continuo en la paridad de género en la academia y el gobierno, cuyo ejemplo más reciente son los criterios que comprometieron a los partidos políticos a otorgar a mujeres cinco de las nueve candidaturas para las elecciones estatales del año entrante.

Si la ley ha dejado de ser machista, o lo es en un grado innegablemente menor que hace pocos años, es obligado preguntarse por las razones que permiten la reproducción de la violencia de género. Aunque la respuesta es sin duda multidimensional, no puede soslayarse la inercia de personas e instituciones que sólo actúan de manera reactiva y no proactiva en los casos de abusos físicos, sicológicos, laborales, sexuales o de cualquier tipo en razón de género. También está claro que amplios sectores de la sociedad siguen ofreciendo justificaciones a actos y discursos indefendibles que trasladan a las víctimas la responsabilidad por las agresiones. Es también evidente que existen personas en posiciones de poder que mantienen posturas misóginas o que están dispuestas a tolerarlas y encubrirlas en el ámbito de sus competencias, lo cual refuerza la sensación de inmunidad de los agresores. Está claro que los progresos legales tendrán poca o nula incidencia en las vidas reales de las mujeres mientras no haya una transformación moral y cultural que vuelva impracticable la violencia de género y aísle a quienes se atrevan a perpetrarla.