Opinión
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Mar de Historias

Disfraces

E

n su último día de vacaciones, Armando se detiene en la puerta del salón para familias Doña Prude, y aunque la mayor parte de las mesas están vacías elige la del fondo. Desde allí puede ver al parroquiano que dormita en la barra, a la pareja que ríe y se habla al oído, al aseador de calzado que lee una revista de espectáculos en espera de clientes y al hombre en pants que bebe una cerveza y mira arrobado al niño con disfraz de Hombre Araña que come ávidamente un sándwich de jamón.

La escena le devuelve la experiencia que vivió junto a su padre hace muchos muchos años en un restaurante solitario, tapizado de mustios adornos decembrinos. Entonces acababa de cumplir once años y, como regalo, había recibido su primer reloj. Para evitar que ese recuerdo lo lleve a otros, examina el menú encuadernado en plástico y murmura el consejo que le daba su padre cuando iban a alguna fonda modesta: No pidas lo que no te vayas a terminar.

II

Adoptaron la costumbre de comer fuera de casa los domingos a partir de que su madre, Rebeca, se fue a Canadá para cuidar a los tres hijos de su antigua patrona radicada en Winnipeg. Prometió que su estancia allá iba a durar seis meses, pero fue prolongándola una y otra vez hasta que, luego de una larga discusión telefónica con su esposo, perdió todo contacto con él y con su hijo.

Armando recuerda que apenas se enteró del rompimiento, la familia se puso a tratar a su padre como a un enfermo terminal y a él con una lástima estudiada y pegajosa. Para protegerse de semejante humillación aprendió a fingir indiferencia, lo que provocó el repudio de todos y el desconcierto de su padre, que en sus momentos de mayor desconsuelo lo llamaba mal hijo.

El niño no hizo ningún intento por corregir la injusticia y, aunque le resultaba cada vez más difícil, mantuvo su actitud apática a pesar de que en el fondo lo que más anhelaba era el retorno de su madre y, mientras ese momento aparecía, poder hablar de ella, decir su nombre en voz alta y no a escondidas o en silencio.

III

A sus órdenes, patrón. ¿Otra cerveza? Aunque la pregunta del mesero lo irrita, Armando la agradece porque lo salva de seguir reviviendo momentos que, lejos de borrarse al cabo de los años, ante el menor estímulo reaparecen con toda precisión, lo cercan y lo obligan a retroceder hasta los primeros años de su infancia, a la casa tan llena de recuerdos en donde Rebeca terminó por convertirse en otro, el más doloroso y persistente.

Armando vuelve a mirar al niño con disfraz de Hombre Araña. Se pregunta por qué su madre no está allí para repetir que es de mala educación poner los codos sobre la mesa y preguntarle –como hacen todas las mamás– si ya puede comerse los restos del sándwich que él dejó en el plato.

IV

Incómodo, Armando se levanta para quitarse la chamarra, pero lo hace con brusquedad y tira su silla. El ruido atrae le atrae la atención de los parroquianos, despierta al que dormitaba en la barra y hace que el pequeño Hombre Araña lo señale con el dedo y diga está borracho.

El padre lo reprende con un gesto, da un golpecito en la mesa y enseguida levanta su vaso a modo de disculpa y de brindis a distancia. Armando corresponde con un movimiento semejante, pero no cede a la cortesía de acercarse a la mesa del desconocido para brindar por el año que apenas va a comenzar.

V

El lomo está muy bueno, pero le recomiendo los romeritos, dice el mesero que se acerca con otra cerveza. Armando la bebe despacio mientras sigue pensando en cómo será el regreso a su casa del hombre vestido con pants y el pequeño Hombre Araña, de seguro su hijo. Tiene que serlo porque sólo un padre contempla como él a un pequeño desgarbado y flaco a quien es probable que le hagan comentarios que lo cohíben acerca de su delgadez.

A él, cuando era niño, todo el mundo le hacía ese tipo de bromas respecto a su estatura, inclusive su madre. El recuerdo que guarda de ella es el de una mujer pecosa, con el cabello abundante y cobrizo, atado sobre la nuca. ¿Cómo será ahora? No es la primera ocasión en que se lo pregunta y no obtiene respuesta. Vuelve a imaginarla como era cuando se fue y prometió volver, pero no lo hizo.

¿Por qué? Ya no importa. Para él, su madre sigue estando en la cafetería del aeropuerto, comiendo de prisa los restos del pan dulce que él había dejado sobre una servilleta de papel, la misma con que ella se limpió los labios antes de despedirse y él conservó durante muchos años, como se guarda el recuerdo de un beso.

De pronto, lo sobresalta la voz de una mujer que se dirige al hombre de pants y al niño con el disfraz rojo. Perdón, perdón por haber llegado tarde. En la panadería tuvimos muchos pedidos de última hora. Me imagino que ya comieron. Yo tengo un hambre loca. Hijo, si ya no quieres tu sándwich ¿me lo puedo comer?

Es lo que hacen las madres, fue lo que hizo la suya en la cafetería del aeropuerto la última vez que la vio.