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Acapulco, sin colores
H

an sido días terribles e inimaginables para una ciudad entrañable para todos los mexicanos. Como ninguna otra en el país, Acapulco ha sido una ciudad de la que todos nos sentimos parte. Otis se llevó esa parte de México, esa parte de nosotros. Sin embargo, la imperiosa necesidad de atender la emergencia e imaginar el resurgimiento de Acapulco nos lleva a una reflexión más profunda, que tiene que ver con aquello que somos como país, que nos define y nos hace quienes somos.

Si lanzara una pregunta al aire: ¿qué nos define como mexicanos?, el lugar común diría que la cultura, que engloba múltiples aspectos, desde la historia milenaria y la diversidad de expresiones, hasta la gastronomía y la música. Pero si vamos un poco más allá del paradigma cultural, y más cerca en el tiempo, creo que todos podemos estar de acuerdo en que a los mexicanos también nos define la resiliencia, que es la capacidad de aguantar, de resistir, de darle buena cara al mal tiempo, de reconstruir sobre cenizas, de levantarnos, de ser solidarios en las buenas, pero sobre todo y aún más solidarios, en las malas.

Ese rasgo que nos da identidad es el que debe marcar el destino de nuestro querido Acapulco. Así como la sociedad civil irrumpió tras el sismo de 1985, y reapareció en la misma fecha funesta de septiembre en 2017, la sociedad mexicana tiene una deuda con Acapulco. Tristemente, las redes sociales han ayudado a que prolifere la especie de que la ayuda no llega, lo que ha desincentivado el movimiento nacional que demanda la catástrofe. Es hora de quitarnos la ceguera y la inamovilidad, y ayudar despojados de intereses personales, desde donde se pueda, a todos los que podamos.

El deber del Estado está claro: garantizar la seguridad, restablecer servicios básicos, evitar el caos social y ordenar con mando los esfuerzos de apoyo. Ahí está en principio el plan de 20 puntos que representa más de 60 mil millones de pesos para atender la tragedia. Sin embargo, la destrucción en Acapulco es tal, que seguramente demandaré más recursos en el tiempo y que demanda la ayuda de todos los mexicanos, independientemente de nuestra filiación política. Es mal momento para ser mezquino, y peor momento para olvidar la gratitud que todos le debemos al puerto.

Tristemente, la coyuntura política no ayuda. Con los ánimos electorales exacerbados, dentro de un proceso de sucesión adelantado, todo mundo ve la película que quiere ver en Acapulco. La realidad, esa que no conoce de colores partidarios, es que la ciudad enfrenta una devastación sin precedentes. Ante ello, lo que deberíamos imaginar juntos es cómo aportamos al Acapulco que queremos ver en uno, dos, tres y cuatro años. Qué medidas deben tomarse hoy, para regenerar el tejido social, el empleo, la seguridad, la oferta turística, la nueva infraestructura urbana ante el cambio climático de Acapulco a lo largo de los próximos meses y años.

Las tragedias unen a las familias, a los amigos, pero parece que han perdido la capacidad de unir a México. Es tal la ceguera y la polarización, que hay quienes creen que la tragedia de Acapulco es la tragedia del gobierno, cuando Acapulco es, en esencia, una tragedia social y económica que, para colmo de males, llega en los albores de la elección presidencial.

Hace falta una convocatoria clara, directa, sin letras chiquitas, desde la sociedad civil organizada, desde la oposición, para ver más allá de lo que nos separa, y ser un solo frente de apoyo de cara a los acapulqueños. A la distancia, cuando se recuerde este episodio del puerto, no importará quién gobernaba y quién se oponía, sino si México estuvo a la altura del sufrimiento de una de sus ciudades más queridas y emblemáticas; se recordará si fuimos o no solidarios.

En esa línea hay mucho que aprender de quienes agradecen a la vida, aun habiendo perdido todo. De quienes, como la taquería Don Rey que ha dado la vuelta al mundo, pone lo que puede, al servicio del que lo necesita. México es más solidario que lo que hemos visto en Acapulco. Pero hay un velo de desinformación y polarización política que nos está impidiendo lucir uno de nuestros mayores atributos como sociedad.

La resiliencia nos define. Acapulco nos une. Dos conceptos que vale la pena recordarnos en estos días aciagos, para salir de la inacción colectiva y ayudar a quienes lo perdieron todo. No es una guerra del otro lado del mundo, no es un conflicto ajeno, ni una catástrofe distante. Es Acapulco, el puerto que México imaginó para recibir al mundo, el lugar del que todos somos parte.