Provocadores pacifistas y perjudicados paralizados
isfrazado de animalista y avalado por la ONU y la Unesco, entre otras sometidas instituciones, el beligerante gobierno de Estados Unidos, a través de grupúsculos subsidiados y jueces como sensibles, presiona a las autoridades de países taurinos para que prohíban las corridas de toros como invento perverso y retrógrado, al tiempo que a propios y extraños continúa vendiéndoles armas de fuego de todos calibres y precios y con artimañas legales y corrupciones al más alto nivel permite, hace décadas, el consumo de medicamentos opioides que más que quitar el dolor aumentan las adicciones entre la aturdida población estadunidense. Falso humanismo disfrazado de animalismo que cada vez cuenta con más partidarios ingenuos en el resto del mundo dispuestos a cancelar aquellas expresiones identitarias desaprobadas por Washington.
En México, mientras tanto, los sectores taurinos directamente afectados por suspensiones sin sustento y prohibiciones demagogas gracias a pleitos politiqueros y demandas de ambientalistas balines, miran cómo pasa el tiempo −o el mal tiempo, según la región− sin que nadie sufra ni se acongoje, confiados en que tres ministros pensantes de los cinco de la segunda sala de la Suprema Corte de Justicia se encarguen, con inteligencia y sensibilidad jurídica, no por antipatías o gusto, de la improcedente prohibición y sepan tomar en cuenta −hay que repetirlo hasta que alguien del poder entienda− los aspectos histórico-culturales, económicos, agropecuarios, laborales, idiosincrásicos, identitarios y políticos de la rica tradición taurina de México como uno de sus valores más originales, no de la lamentable oferta neoliberal de cuatro décadas para acá.
Estos discretos sectores no han querido entender que los aspectos señalados y tantas veces repetidos son su corresponsabilidad −habilidad para responder conjuntamente− y luego de casi tres años de pandemia en los que hubieran podido reflexionar sobre cómo rencauzar esa tradición, simplemente volvieron a las andadas: amiguismo, caprichos, mismas ganaderías, dependencia de diestros importados, comodidad de unos, falta de rivalidad entre todos y mezquinas oportunidades a los que destacan, mientras el empresariado se consuela con los caballistas Pablo y Guille de Mendoza, el novillero español Marco Pérez y con el abultado calendario del moreliano Isaac Fonseca, que a trancas y barrancas sigue imponiendo su temeraria tauromaquia, la que tiene, la que siente y la que hasta ahora ha desarrollado.
El jueves pasado, en su ciudad natal, donde politicastros trepadores −¿4T o cuatro yes al imperio?− amenazan con prohibir la fiesta de los toros, sin importarles que en Morelia exista la biblioteca taurina más importante del mundo junto con un extraordinario museo de primer nivel, Fonseca, a base de arrimarse −es la técnica que mejor domina− logró salir a hombros de la plaza tras rogarle tandas de muletazos por ambos lados a un deslucido lote, como el resto de la corrida, del hierro de La Estancia.
Cuando hubo figuras en México, nadie se metió con la fiesta de los toros; hoy, cualquiera descalifica una tradición mexicana de casi 500 años y los metidos a promotores no parecen dispuestos a corregir añejos vicios sino a reincidir en los mismos antojos, renuentes a adoptar fórmulas que antaño arrojaron buenos resultados, mientras la autoridad, hace décadas inexcusablemente desentendida de la fiesta como no sea para estorbarla o aliarse, se enfrasca en grillas futuristas. Ya prepararemos un cuestionario taurino para los candidatos. En peligro y algo saben del tema.