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De Ayotzinapa a Comalapa
E

l crimen de Estado del 26 de septiembre de 2014, en Iguala, Guerrero, es una dolorosa herida abierta para México y el mundo. La desaparición forzada de los 43 normalistas de Ayotzinapa, y el asesinato de otros tres, significó un momento de indignación para miles de personas. Ese malestar, que se tradujo en potentes y multitudinarias movilizaciones, durante varios meses puso en jaque al gobierno de Enrique Peña Nieto. La exigencia de presentación con vida de los normalistas permitió la articulación de múltiples sectores sociales que, sin duda alguna, agrietaron al régimen dominante. La conmoción por aquel crimen, y la repuesta organizada que encabezaron las familias de Ayotzinapa, fueron también el punto de quiebre para que en 2018 la sociedad diera una oportunidad a López Obrador y a Morena para llegar al gobierno nacional y a los de distintos estados del país.

Sabedores de esto, AMLO y sus asesores dieron atención prioritaria al crimen de Ayotzinapa y al diálogo con las familias de los 43, incluso por sobre otras organizaciones de víctimas que exigían interlocución. Aunque la estrategia fue duramente debatida, entre colectivos de víctimas y de derechos humanos había un sentir común: si la verdad y la justicia avanzaban en Ayotzinapa, otros casos también.

A pesar de los significativos avances en lo que va del sexenio, que entre otras cosas ayudaron a desmontar la llamada verdad histórica con la que el gobierno de Peña Nieto intentó cerrar el caso, lo cierto es que aún no conocemos el paradero de los 43 estudiantes desaparecidos. Igual de grave es la defensa del aparato militar que ha hecho el presidente, que lo ha llevado a confrontar al Grupo Interdisciplinario de Expertos y Expertas Independientes (GIEI), a abogados, asesores y a las propias familias de los desaparecidos. En el centro de la disputa se encuentra la exigencia para que el ejército entregue la información faltante y que permitiría progresar en las investigaciones. Esta defensa del Ejército, junto al poder político, económico y mediático que se les ha dado a las fuerzas armadas en lo que va del sexenio, es sumamente preocupante. No sólo no se debate ya cómo desmilitarizar el país, sino que además parece inexistente un poder civil con capacidad para presentar a la estructura militar ante la justicia por crímenes como el de Ayotzinapa, y otras atrocidades del pasado que nos siguen lastimando en el presente.

El crimen de Ayotzinapa no sólo permitió la articulación en torno a la exigencia de verdad y justicia, también fue la tragedia que ayudó a evidenciar la responsabilidad del Estado en general, y de actores estatales en particular, en la grave crisis de violencia que vive México desde 2006. A esta exigencia intentó responder el actual gobierno mediante el compromiso de revisar y cambiar la estrategia de seguridad. Aunque el diagnóstico era acertado –la crisis de violencia como un problema estructural resultado de la desigualdad y la explotación–, en los hechos la respuesta oficial ha buscado combinar la asignación de recursos mediante programas sociales, y mantener a las fuerzas armadas como actor principal. La creación de la Guardia Civil, una policía militarizada con mandos militares y las reformas a distintos marcos jurídicos son prueba de lo anterior.

Esta estrategia hoy nuevamente muestra su ineficacia, y lo que sucede en Chiapas lo demuestra. Chiapas, uno de los estados más militarizados del país, y con amplia presencia de la Guardia Nacional, vive una violencia que se agrava cada vez más. Desde 2021, el EZLN advirtió lo que allá sucedía en su comunicado Chiapas al borde de la guerra civil, escenario que conocimos más a fondo con informes como el del Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de las Casas, Chiapas un desastre. En días recientes, el pronunciamiento de la Diócesis de San Cristóbal de las Casas, o la negativa de profesores para dar clases ante el clima de violencia, ayudan a conocer el diagnóstico que las propias organizaciones sociales tienen desde los territorios. Sucesos como los que acontecen en la Selva Lacandona o en Frontera Comalapa son ya la representación mayor de una guerra por el control de los territorios que se disputa con armas y con operaciones comunicativas.

Las exigencias de verdad y justicia y de alto a la guerra que en México alcanzaron un amplio consenso en 2014, hoy nos siguen convocando. Hoy nos siguen faltando 43 normalistas de Ayotzinapa, más de 100 mil personas desaparecidas, y también nos siguen faltando la paz, la verdad y la justicia.

* Sociólogo

@RaulRomero_mx