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Luces de emergencia
N

o es más que una tarada sentada al volante mirando fijamente el móvil. Todavía es joven, pero ya es alguien que fue otra persona, al menos, una mujer. Ahora sólo espera quieta a que pase algo, que la niña deje de llorar detrás, que el padre llegue a recoger a la criatura, que aparezca un mensaje en la pantalla. Algo.

Respira en rojo con las luces de emergencia clin clon clin clon. Por la ventanilla ya aparece el padre, viene a por lo que es suyo. La sonrisa como una garra que se apropia, la sonrisa que antes también era para ella en las terrazas de los bares y en las bodas. Apresurada, se baja del coche, le entrega la niña y la bolsa de ositos con lo que se le ocurrió meter dentro. Él le pregunta ¿estás bien?, ¿estás bien? Pero no escucha, se responde a sí mismo con su mirada compasiva, la abraza y le pincha todo el cuerpo. Ellos iban a ser diferentes, iban a ser felices, en cambio ahí están y se pone a llover a mares como venganza. Ella sintió el peso de las nubes, en estos meses se ha convertido en una vaca que muge nerviosa y mueve el rabo cuando se acerca la tormenta. A él le coge desprevenido, como le pasa con todo lo que ella dice, y corre, corre acobardado hasta la casa. Ella ya no sabe cómo se hace, las vacas no corren, las vacas se guarecen. La niña continúa llorando, más fuerte, para que la oiga a pesar de las paredes, del cielo negro, a pesar de los truenos. Ya no distingue la lluvia del llanto, ya no espera que deje de llorar, ahora quiere que siga, que le estropee un rato la vida al padre, al fin y al cabo es su hija, algo habrá sacado de su madre, además de los ojos tan hundidos en la cara.

Los imagina con la estufa del salón encendida, se quitarán los abrigos, él habrá hecho sopa, le habrán dado sopa. La niña ya no se acordará de ella, podría no volver nunca más y daría igual. Todavía no dice mamá ni nada que se entienda, solo dice no; su madre es no, su padre es no, y la comida y la leche es no. La niña responde que no a todo, incluso a lo que sí quiere. Ojalá contestar no o no contestar. A ella le gustaría hablar ese idioma y seguir siendo la única que puede entender a qué no se refiere exactamente.

Sigue lloviendo, espera resguardada y quieta con el clin clon clin clon; la vecina de al lado descorre los visillos para ver quién la acecha desde el coche, no debe de reconocerla y lo mismo llama a la policía. Si vinieran le pedirían papeles y le pedirían explicaciones, qué hace ahí parada, no se puede estar quieta dentro del coche de un hombre muerto, aunque sea el de su padre, con los ojos fuera de la cara clavados en una pantalla y una caja de condones en la guantera. Debería darle vergüenza, con la sillita de un bebé detrás, el olor agrio de la leche que la niña echó en las curvas y los restos de gusanitos por todos lados. Tiene que volver al agujero del que haya salido, esconderse y, si no tiene dónde, será mejor que se ponga en marcha y no se detenga donde pueda incomodar.

Ella les explicaría que en este instante no es más que una mujer esperando a que un tipo responda al mensaje que le envió hace un rato y que entonces, si contesta, está dispuesta a arrancar el motor y a conducir más de dos horas en plena noche de tormenta para ir a verlo.

Con autorización de la editorial Tusquets, ofrecemos un fragmento del primer capítulo de esta novela Nada que decir, de Silvia Hidalgo