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Nosotros ya no somos los mismos

Viaje para registrar en 1973 la verdad en Chile // Primero al Estadio Nacional // Luego, visita guiada ¡por un milico! a la casa de Allende

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▲ Palacio de La Moneda, en Santiago de Chile, ayer.Foto Alonso Urrutia
E

n la columneta de este día, intentaré el relato de algunos momentos que, me parece, mejor expresan lo acontecido en los aciagos días que sufrieron nuestros hermanos chilenos el año de 1973. En los días inmediatos al cruento golpe militar, Alexis Grivas, Ángel Flores y yo, viajamos a Chile a tratar de registrar la verdad de lo que allí acontecía. Desconfiábamos de lo que nos dijeran tanto la mayoría de las agencias noticiosas, como nuestros propios medios de comunicación.

En la primera reunión entre los altos jefes militares y el grupo inicial de corresponsales extranjeros que llegaban de todo el mundo a romper el infranqueable círculo en el que los ­golpistas mantenía cautivo a su país, los primeros propusieron una visita al Estadio Nacional, donde habían concentrado a los cientos de ­detenidos a quienes consideraban peligrosos en razón de sus antecedentes políticos ­izquierdosos.

Se trataba de desmentir las versiones de que allí se torturaba a los detenidos y aun se les desaparecía. Por supuesto, todo el mundo estuvo de acuerdo, aunque sorprendidos y desconfiados.

Tenían razón, al día siguiente nos dejaron pasar tan sólo al campo. A gran distancia, en las graderías, grupos de individuos, sucios, con la ropa hecha jirones, nos gritaban palabras que no escuchábamos.

Algunos nos mostraban la espalda con huellas de latigazos. A los túneles y corredores de la parte interior no pudimos ni acercarnos. Todo había sido una farsa. Pero lo importante se daba afuera del estadio.

Allí, una multitud de familiares y amigos de los detenidos nos rodeaban y pedían nuestros micrófonos para quejarse, denunciar y, casi unánimemente, gritar su indignación, su rabia y dolor por lo que estaba sucediendo.

Desafiando a los soldados que resguardaban el estadio, hacían gala de su allendismo y condenaban la felonía y la traición. Rechazaban los infundios de que Salvador Allende había armado a los obreros y a los estudiantes, y gritaban una prueba irrefutable: si el pueblo tuviera armas los milicos estarían en sus cuarteles.

Rechazaban la versión del suicidio con las propias palabras del presidente que en diversas ocasiones había afirmado: Sin tener carne de mártir no daré un paso atrás. Sólo acribillándome a balazos podrán impedir que cumpla el programa. Si me asesinan, el pueblo seguirá su ruta. Colocado en un tránsito histórico pagaré con mi vida la lealtad del pueblo.

Una vez más, al final de su vida, Allende cumpliría su palabra.

En Tomás Moro 200 estaba la casa familiar de Salvador Allende. A ella pudimos entrar merced a una afortunada coincidencia: la modestísima cámara de 16 milímetros con la que Alexis Grivas realizó todas las filmaciones tenía grabado Canal 13, y éste era, precisamente el canal de la Universidad Católica de Chile, que las fuerzas armadas estaban utilizando. Gracias a esa equívoca identificación logramos penetrar al territorio al que a nadie le estaba permitido acceder. El joven militar que dirigía la guardia y quien había cometido grave error en nuestro favor, nos fue guiando en el recorrido por la casa que se encontraba destruida, saqueada. Al llegar al estudio del presidente lo encontramos hecho trizas. Regados por los suelos, documentos, libros, fotografías. El milico se acercó a una ventana y con el cañón de su metralleta enderezó dos cuadros tirados boca abajo. Los vio, los sacudió y los puso frente nosotros comentando al tiempo: Y estos extraños caballeros, ¿quiénes serán? Como si una bayoneta me hubiera atravesado los ijares salió de mí un quejido, se me cortó la respiración y me desplomé sobre el escritorio. Los rostros de esos caballeros correspondían a dos mexicanos: Lázaro Cárdenas y Benito Juárez.

Permítanme dejar para la próxima semana la crónica que a mí me estruja y cimbra a 50 años de haberla vivido: el sepelio de Pablo Neruda.

@ortiztejeda