Confesiones ante un retrovisor
urelia lleva más de una hora atrapada en un río de vehículos que apenas avanza, erizado de claxonazos, protestas y el pregón de las vendedoras de golosinas que caminan bajo la lluvia incipiente. Viéndolas, experimenta una sincera admiración por quienes arriesgan su vida a cambio de pequeñas ventas o tal vez de ninguna. Frente a esa realidad, la suya, como maestra de inglés en una academia de idiomas y relaciones internacionales, le parece más que privilegiada. Aunque sabe que no va a cumplirlo, jura no volver a quejarse por cambios de horarios o aumentos mínimos.
Una vez más Aurelia consulta su reloj. Se impacienta al ver que pasaron apenas cuatro minutos desde la última vez que lo hizo. Se pregunta cuántas veces más lo hará antes de que logre llegar a Ceiba y Margarita. Allí la esperan sus anfitriones, otras parejas invitadas y Paulo. Estará inquieto por su tardanza, sobre todo por no haber recibido ninguna llamada suya.
II
El sentimiento de fastidio que la ha agobiado durante toda la tarde se agrava cuando Aurelia piensa en la reunión que la espera. –Me conformo con que esta vez las botanas no sean volovanes de ensalada rusa y marinas de mole– murmura viéndose en el retrovisor. Su imagen le despierta interés, sobre todo la línea de sus cejas: –Estoy peludísima. Se ve que hace siglos no me depilo. Pero ¿a qué horas? Nunca tengo tiempo para mí. Me la paso corriendo de un lado a otro, llenando formularios, pagando la tarjeta, la renta y nunca termino.
Se le empareja un automóvil conducido por una mujer mayor y le sonríe como para disculparse de que la haya descubierto hablando sola. No obtiene más respuesta que una mirada fría y suspicaz. Para ocultar su desconcierto Aurelia flota el retrovisor con la mano: –Creo que la asusté. Debe de haber pensado que iba a secuestrarla, aunque con este peinadito tan pendejo que traigo, parezco todo menos secuestradora.
Se abomba un poco el cabello y sigue mirándose: –Híjole, me maquillé horrible. Se nota que no tenía ganas de ir a la dichosa celebración. ¿Por qué no lo dije? ¿Por qué siempre termino yendo a donde no quiero? Para quedar bien, para que no digan que soy rara, supongo.
Vuelve a preguntarle a su imagen en el retrovisor y continúa su confesión: –Me caigo mal, me choco, me gustaría hacerme un cambio drástico. Todo, menos la cirugía plástica. Mi prima Chelina se la hizo y ahora parece coche Volvo… Podría cortarme el cabello, pintármelo de un color más intenso o, mejor de una vez dejarme las canas; aunque, con lo morena que soy pareceré negativo, pero no importa: ¡Qué liberación no tener que pintármelo cada tres semanas y oir al tinturista decirme: Señora linda, esa raicita se está portando mal. ¡Qué frase tan idiota!
III
El claxon que presiona con insistencia el trailero que va detrás, la sobresalta y la obliga a acelerar al ritmo de los otros automóviles. El suyo empieza a jalonearse y ella tiene que apagar y encender el motor a toda prisa para que retome su velocidad y luego da tres golpecitos en el volante, como para gratificarlo: –Con que no se me vaya a parar aquí, todo está bien– concluye, otra vez asomada al retrovisor:
–Esta carcachita tiene más de diez años conmigo y sólo una vez me ha dejado tirada, y eso porque no le puse gasolina. ¡Era yo una mensa!
La circulación se alenta otra vez, ella disminuye la velocidad y se apoya en el respaldo: –Al paso que vamos nunca voy a llegar. Eso sería bonito aunque los canelones se descompusiera en la cajuela. Ay, no, qué fea cosa acabo de decir, me tomarían por desaparecida y eso sí, no se lo deseo a nadie. Que alguien muera es horrible, pero al menos tienes en dónde ir a llorarlo; pero lo otro, la desaparición ¡qué infierno! Y bueno, mejor voy a pensar en otra cosa porque si de por sí ando deprimida… He notado que mucha gente está igual y lo soluciona tomando pastillas. ¿No habrá una que pueda devolvernos la felicidad? Estoy loca, ¿de qué hablo? Tengo muchos motivos para ser dichosa: mis hijos, mi esposo, mi trabajo, mis amistades, entonces por qué tengo este decaimiento tan grande. Tal vez por el cambio climático.
Por accidente repara en su reloj: –Ahora sí ya es tardísimo. Lo bueno es que cuando llegue a la cena nadie se va a dar cuenta porque todo el mundo va a andar a medios chiles… ¿De dónde habrá salido esa expresión? Mi madre la usaba a cada reto, por mi papá. Últimamente pienso mucho en los dos, sobre todo en ella. ¿Se habrá sentido algún vez como yo ahora? Antes las mujeres no podían hablar de estas cosas. ¡Qué diría si le contara que, sin saber por qué, siento una desmoralización tremenda.
Al cabo de unos segundos Aurelia se contesta: –No hay razón. Estoy casada, tengo dos hijos que estudian en la Universidad del Mar; y aunque a veces con dificultades, Paulo y yo nos llevamos bien, nos tenemos confianza, aunque alguna vez me gustaría volver a sentir celos por sus compañeras de trabajo o que, cuando me tardo, él se acercara a olerme para adivinar otro perfume masculino… Antes lo hacía, pero ya no y por fortuna Alfred, un profesor neoyorkino que estuvo un semestre en el instituto, no usaba loción… Soy una cínica.
Reflexiona y vuelve a dirigirse al retrovisor: –Algunas veces me escribió y pensé que me gustaría volver a verlo pero luego me di cuenta de que Paulo no se merece una cosa así. Es una muy buena persona, ha sido un excelente padre y conmigo un esposo inmejorable. Que tiene sus ratos de mal humor y sus cosas, pues ni hablar, quién no los tiene y, pensándolo bien, a lo mejor por eso sigo enamorada de él.
IV
La fila de automóviles fluye otra vez. Aurelia, sonriente, se mira en el retrovisor y se esponja el cabello: –Ahora sí parece que vamos a salir de este lío. (Consulta su reloj.) Todavía no dan las nueve. En cuanto pueda me salgo a una callecita lateral a ver si en alguna tienda me prestan un teléfono o me permiten recargar el mío. Si lo consigo llamaré a Paulo y cuando me pregunte por qué me tardé tanto, le diré que estuve conversando con un hombre: él.