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Dos construcciones de excepción
E

n el municipio de Tlalnepantla, estado de México, se encuentra el Museo Hacienda Santa Mónica, una de las pocas construcciones virreinales al norte de la Ciudad de México.

Data del siglo XVI y durante más de un siglo la administró la orden de los agustinos, quienes la convirtieron en una de las principales abastecedora de maíz y harina de trigo del valle de México.

A lo largo del tiempo tuvo varios dueños, el último fue Antonio Haghenbeck y de la Lama, quien la adquirió en 1947 y llevó a cabo una profunda restauración. La consolidó y acondicionó siguiendo el estilo de las mansiones del siglo XIX, con tapices y mobiliario característico de aquella época. También recuperó los vastos jardines que la rodean.

Con el deseo de que fuera un museo para que el pueblo de México lo disfrutara, estableció la Fundación Cultural Antonio Haghenbeck y de la Lama. Ahora se puede gozar con diversas actividades culturales que organiza la maestra Lourdes Monges, con total entrega, al frente de un activo equipo. Ella dirige los tres museos que legó Haghenbeck, tres maravillas, cada uno en su estilo.

Prácticamente cada domingo hay algo interesante: un concierto, conferencia, exposición, talleres y se pueden visitar las habitaciones y salones. Todo amueblado exquisitamente, como lo dejó su dueño que pasaba aquí los fines de semana.

El antiguo molino lo convirtió en un amplio y suntuoso salón con una monumental chimenea barroca, como de castillo europeo, decorado con gobelinos y un rico mobiliario.

En el segundo piso está el comedor y una serie de salones: el dorado, el verde, el azul, el fumador y las recámaras.

En todos hay piezas excepcionales como bargueños, papeleras y arcones del siglo XVII con incrustaciones de piedras semipreciosas, relojes, muebles franceses e italianos y una diversidad de obras de arte; un auténtico museo viviente donde se siente la presencia de su antiguo dueño en todos los rincones.

Hace unas semanas dimos una plática en este lugar dentro del ciclo que organiza el Colegio de Cronistas de la Ciudad de México, con la Fundación Haghenbeck y otras instituciones sobre casas emblemáticas que guardan parte de la memoria de la capital.

Fue acerca de una de las casonas –palacio le suelen llamar– barrocas más bellos que conserva la Ciudad de México, que es la de los condes de Heras Soto.

Increíblemente se desconoce el nombre del arquitecto que lo diseñó con los materiales característicos de la época: tezontle, color vino y cantera plateada; aquí se tuvo la distinción de decorar también con fina piedra color de rosa, lo que le imprime una particular elegancia.

El marco del enorme portón original y el conjunto escultórico de la esquina constituyen una auténtica filigrana pétrea, cuya hermosura se corona con la escultura de un niño parado sobre la cabeza de un león cargando en la cabeza un canasto con frutas, es una auténtica obra de arte.

El portón de madera tiene una fina talla y bellos herrajes. El balcón del segundo piso luce herrería de tumbaga –una aleación de metales que incluye plata–.

En el vestíbulo se puede apreciar la cabeza del Ángel de la Independencia que se cayó a raíz del temblor de 1957; deforme por el impacto, quedó como una escultura abstracta.

Esta joya barroca la mandó construir en 1760 el platero de origen sevillano Adrián Ximénez de Almendral, quien ocupó el importante cargo de veedor de la platería.

En el siglo XIX compraron el palacio los condes de Heras Soto, quienes lo habitaron dos generaciones y le dejaron el nombre; después lo adquirió la familia Pimentel y un tiempo la habitó el ilustre historiador Joaquín García Icazbalceta.

De ahí comenzó una mala época porque se usó como oficina de Ferrocarriles Nacionales hasta 1972, en el que el gobierno de la ciudad lo adquirió. Estableció aquí el Archivo Histórico del Distrito Federal, uso que tiene hasta la fecha.

La calle de Chile, donde se encuentra la Casa de Heras Soto, es la continuación de Isabel la Católica; en el número 29 está el restaurante del Casino Español, en otro palacio, pero de los primeros años del siglo XX.

Siempre bajo la mirada atenta de don Agustín Inguanzo se degusta la auténtica comida española. Mientras toma una manzanilla fría, puede compartir la tortilla de patatas y la chistorra. Ya con un vino tinto, siga con una fabada o los callos a la madrileña y cierre con el cordero o el lechón.