l ciclo de luchas que Immanuel Wallerstein bautizó como revolución mundial de 1968
, fue básicamente un gigantesco movimiento juvenil lo suficientemente potente como para transformar el sistema-mundo. Abarcó desde las calles de la Ciudad de México hasta las de París, desde las selvas de Vietnam hasta los barrios obreros de Córdoba, desde las universidades de Estados Unidos hasta las avenidas de Pekín y Praga.
No dejó autoridades en pie, porque fue también un movimiento contra el orden establecido, resquebrajando desde la disciplina fabril fordista hasta los muros de los siquiátricos, desde el orden familiar patriarcal hasta los centros de estudio. Las burocracias socialistas posrevolucionarias y las clases dominantes occidentales, fueron sacudidas por varias oleadas de rebeldía juvenil.
Medio siglo después de aquel intenso activismo juvenil, las cosas han cambiado de forma radical. Millones de jóvenes apoyan al ultraderechista Javier Milei en Argentina, otros tantos se volcaron en su momento con Bolosonaro, contra el gobierno chavista de Venezuela, en favor de la derecha ecuatoriana en éstos días y de las fuerzas retrógradas en muchos otros países del mundo.
Es cierto que muchísimos jóvenes se movilizaron en las revueltas de Chile, Colombia, Ecuador, Nicaragua y Perú. Por tanto, no se debe pensar que toda la juventud se ha pasado a la derecha. Pero las filas de los movimientos populares, con la notable excepción de los antipatriarcales, ya no cuentan con la presencia masiva de jóvenes en sus filas. Sí se movilizan en ocasiones, pero lo que echamos en falta es su presencia en espacios organizados de forma estable.
Esto nos plantea dificultades en las resistencias anticapitalistas, porque el impulso juvenil ha sido durante mucho tiempo la fuerza material y cultural más importante, aquella que permitió la renovación de las fuerzas antisistémicas.
Es evidente que las deserciones juveniles del combate contra el capitalismo se relacionan en gran parte con las políticas creadas por el Banco Mundial, el FMI y la derecha global, que oscilan entre la cooptación de los movimientos y la confusión generalizada, inventando disparates como la minería verde
o sostenible. El consumismo y las redes sociales, atraen y distraen incluso a quienes el sistema perjudica.
Pero una parte de la deserción juvenil es responsabilidad nuestra, de quienes estamos en la resistencia al sistema hegemónico, porque no escuchamos a las generaciones jóvenes ni nos esforzamos por comprenderlas, ni aceptamos sus modos cuando se comprometen en los movimientos. Me parece necesario abordar, aun de forma resumida, los modos de hacer que han tomado los movimientos antisistémicos que alejan a los jóvenes de las organizaciones.
El primero es la domesticación del campo popular y anticapitalista, ya sea por haberse adherido a las instituciones o por plegarse a un progresismo que no ha hecho más que legitimar la dominación. Si todos los problemas los resolverá el Estado, según las corrientes mayoritarias en las izquierdas, ¿qué sentido tiene organizarse para resistir y cambiar el mundo?
El segundo problema es la pervivencia del patriarcado en nuestras filas, en nuestras actitudes y estilos organizativos, que siempre provoca el alejamiento de las mujeres y jóvenes más críticos. El anticapitalismo está entrelazado con el combate al machismo y al racismo, pero en muchas organizaciones son los varones blancos y mestizos, académicos y de clase media, los que toman la palabra sin escuchar ni tomar en cuenta otras culturas políticas.
El tercero es la escasa o nula rotación en las responsabilidades, algo que aún caracteriza a los partidos y sindicatos que mantienen en las dirigencias a los mismos durante décadas. Ellos concentran el saber y se convierten en caudillos intocables, como vemos en las fuerzas progresistas que llevan más de dos décadas con los mismos dirigentes.
El cuarto es la desconfianza en las maneras en que los jóvenes y las mujeres antipatriarcales se comportan en los movimientos. Es claro que lo hacen a su modo, que pueden equivocarse, pero eso no puede ser sinónimo de negarles la posibilidad de asumir tareas. ¿Acaso los sesentistas no nos equivocamos feo muchas veces?
El último, aunque hay más, es la incapacidad de los veteranos para transmitir de forma adecuada su experiencia. No se trata de pronunciar aburridos discursos, sino de predicar con el ejemplo. Muchos ya no están en la resistencia, pero quieren seguir dando órdenes, sienten una desagradable superioridad moral y se olvidaron de la autocrítica, lo que les impide relacionarse en igualdad con los jóvenes.
No sabemos cómo se hace el relevo generacional, no contamos con manuales que nos indiquen el camino, pero estamos seguros que de ello depende la continuidad de los movimientos.