espués de la tormenta no hay manera de pensar en ninguno de los protagonistas. Todo se vuelve difuso y los rostros de los contendientes pierden perfil. Confuso ambiente que genera la batalla por el libro de texto que inopinadamente, como acostumbra, el Presidente desató y sus corifeos han buscado convertir en otro simulacro de guerra civil.
No se trata sólo de un episodio más del avance de la Cuatro T hacia el país de nunca jamás. Tampoco puede entenderse el galimatías como un proyecto avieso para indoctrinar a millones de niños que asistirán a la escuela pública; en realidad, es otro acto autoritario urdido por un señor llamado Marx (de ahora en adelante pace admirada Jenny), cuyas credenciales suelen moverse en la oscuridad de los corredores de Palacio, pero no para hacer avanzar conspiración comunista alguna, sino para satisfacer cierta necesidad de un ego en verdad maltrecho.
Ni pantomima ni farsa, calificación que el otro acuñara al hacer la autopsia de la revolución de Napoleón el minúsculo. Hablamos de un esperpento cuyas implicaciones pueden ser nefastas, no solamente sobre los educandos, sino sobre eso que identificamos como educación pública, cuyos quebrantos serán difíciles de enmendar en el corto plazo. Las más pesimistas previsiones hablan de una generación de mexicanos perdida en la bruma de la confusión y la enferma ambición de quienes pergeñaron tal desatino.
Todos perdemos con una educación básica rumbo al cadalso y al colapso. Ni la economía ni la sociedad ni la cultura podrán evadir sus negativos impactos.
Los profesores involucrados junto con sus dirigencias gremiales, de todos los colores y sabores, deberían exigir al gobierno el cumplimiento de sus responsabilidades: someter a deliberación y consulta el proyecto, explicar contenidos y, también, flagrantes ausencias como los planes y programas de estudio. En fin, urge un magisterio dispuesto a dar señales de vida, interés y compromiso con su tarea fundamental, que no es deformar, sino educar y formar personas.
Si ayer la educación fue puesta en riesgo por la pandemia, los confinamientos y las amplias desigualdades en el acceso a recursos fundamentales en la actualidad –los asociados al cómputo y la comunicación–, hoy enfrenta un peligro mayor: que se impongan la arbitrariedad y la tontería.
De acuerdo con los datos a conocer por el Coneval, entre 2018 y 2022 el porcentaje nacional de la población en pobreza multidimensional se redujo: de 41.9 a 36.3 por ciento. Hoy 32.1 millones de mexicanos tienen carencias sociales, hace cinco años eran 25 millones. Hablamos de carencias primarias, asociadas con la atención de la salud y a la educación; en el primer caso, 50.4 millones de personas no tienen acceso a la salud (de 16.2 a 39.1 por ciento) y los rezagados, los mexicanos excluidos de la educación, son 25.1 millones.
La educación no puede ser miserable rebatinga política. Uno de los grandes temas nacionales debería concitar respeto, responsabilidad, diálogo constructivo. No está de más tener presentes los esfuerzos que, contra corriente, realizan las familias pobres para que sus hijos reciban al menos las primeras letras del conocimiento
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La pretensión de imponer no vaticina resultados positivos. Para nadie es un secreto que la educación arrastra lastres; por ello, urge llegar a un acuerdo, saber qué queremos para la educación y qué educación queremos.
Y, de paso, si se explican las razones, si las hay y si esto es posible, de las prisas y de la negativa a someter esta obra a consulta y revisión de pedagogos, docentes e investigadores, no perderíamos el tiempo: sería acto de elemental buena educación y responsabilidad pública. Y de respeto político.