a pequeña ciudad en la que vivo estos días está algo alborotada por el estacionamiento subterráneo que el gobierno municipal quiere construir en una zona bastante céntrica, un empeño que implica la tala de decenas de árboles. El proyecto ha puesto en pie de guerra a un variopinto sector de la sociedad que, a priori, poco tiene en común. Desde la joven activista climática y el veterano jipi, a la yuppie con pendientes de perla o los vecinos jubilados que viven en la zona, en general poco sospechosos de animadversión alguna hacia los conservadores en el poder.
La chispa que mueve a cada uno a sumarse a las protestas es diferente. La joven activista defiende la urgencia de los árboles y sus sombras en la adaptación a la emergencia climática. El jipi también defiende esto, pero, además, coincide con la yuppie en que no hay que talar los árboles porque son árboles, seres vivos que tienen derecho a existir. A su vez, los vecinos jubilados, sencillamente, no quieren perder el lugar donde pasearon de novios, criaron a sus hijos y disfrutaron de sus nietos; el rincón que tan buenos recuerdos guarda.
Estas motivaciones encajan de forma bastante intuitiva en los tres tipos de valores específicos –dentro de una tipología de valores más amplia– que otorgamos a la naturaleza. Son los valores instrumentales –el árbol nos sirve para dar sombra y bajar la temperatura–, los intrínsecos –tiene valor por el mero hecho de existir– y los relacionales –tenemos un vínculo con ese árbol, una historia compartida que explica lo que somos y crea identidad y comunidad.
Esta tipología de valores se detalla en un estudio dirigido por el investigador vasco Unai Pascual y publicado este miércoles por la prestigiosa revista Nature. Está basado en el informe sobre los valores de la naturaleza publicado hace ahora un año por el Panel Intergubernamental de Ciencia y Política sobre Biodiversidad y Servicios de los Ecosistemas (Ipbes, por sus siglas en inglés).
Se trata de un extenso trabajo que centenares de científicos llevaron a cabo durante cuatro años y que, a través de un concepto un tanto abstracto, como los valores de la naturaleza, busca explicar el origen de la grave crisis de biodiversidad. Las conclusiones, basadas en evidencias empíricas más que en postulados ideológicos previos, y avaladas primero por los 139 países del Ipbes y ahora por los guardianes de las esencias científicas puras, son tan contundentes que merece la pena dedicarles unas líneas.
Los autores subrayan que todos estos valores de la naturaleza coexisten, dialogan, chocan y negocian entre sí. Conviven en el seno de toda comunidad, como muestra el sencillo ejemplo del inicio. Sin embargo, cuando llega el momento de tomar decisiones políticas, el estudio detecta que, en la inmensa mayoría de ocasiones, los valores instrumentales se imponen, y dentro de ellos, aquellos cortoplacistas y monetizables en beneficio del mercado y el crecimiento económico.
Los árboles de mi ciudad no tienen un valor instrumental que pueda evaluarse en dinero. El gobierno municipal no va a obtener un rendimiento económico de esa sombra que dan o de ese recuerdo que guardan. Sin embargo, el estacionamiento subterráneo es fácilmente cuantificable. Va a dar dinero a la constructora, va a generar empleo durante un tiempo y va a dar beneficios una vez se vendan las plazas. Tendrá, probablemente, un impacto positivo en el PIB municipal, por mucho que sea un sinsentido a la luz de jornadas como las de esta semana, con los termómetros a 40 grados. Es decir, la visión cortoplacista y mercantil se impone al resto de valores que conviven en este espacio. Es por ello que los autores del artículo hablan de crisis de valores
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El diagnóstico, con todo, es la parte fácil: elevar a rango de ley natural la necesidad de crecer económicamente obliga a sacrificar en el altar del mercado toda una serie de valores claves para preservar las condiciones de vida en la Tierra. Además, da como resultado una disociación cognitiva que marca el signo de nuestros tiempos: a estas alturas nadie niega las crisis ecológicas que nos acechan, pero seguimos queriendo cerrar los ojos ante el hecho de que cada punto del PIB global significa agravar el impacto medioambiental de la actividad humana.
Esto, por supuesto, no es igual para todos los países, muchos de los cuales necesitan crecer para garantizar una vida digna para todos sus habitantes. La responsabilidad principal, quede dicho, es de los países ricos y su excesiva demanda. De hecho, el estudio se encarga de subrayar y reconocer la gran aportación del Sur global, en particular de los pueblos indígenas, a la conservación de la biodiversidad en todo el planeta. Pero como especie, desvincular las crisis del crecimiento económico da lugar a una disociación que no nos permite atajar el problema de raíz.
Desacralizar el mercado y el PIB, reconocer e incorporar a la toma de decisiones los diversos valores de la naturaleza, y trabajar nuevas maneras de entender el progreso y el bienestar, nos dicen los investigadores, son pasos que ya deberíamos estar dando.