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Releer a Luis Ignacio

A Marina y a Marina

H

ace unos meses visité el remate de libros que suele instalarse en la explanada del Monumento a la Revolución y, como en otras ocasiones, salí de ahí con una veintena de libros nuevos. Más allá de algunas objeciones, no cabe duda de que se trata de una buena idea: poner muchos libros a disposición de muchas personas, sobre todo en estos tiempos del virulento y multifacético encono que se ha desatado alrededor (y en contra) de los libros, pero también de muchos otros asuntos que tienen que ver con el saber, el estudio, el conocimiento, la cultura, la educación.

Rencontré ahí un librito de apenas 64 páginas que conocí hace muchos años y que es, en mi opinión, una de las mejores y más compactas guías que puedan encontrarse sobre el espinoso asunto de las músicas de nuestro tiempo. Su título: La música contemporánea (1997). Su coordenada editorial: la colección Tercer Milenio del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes. Su autor: Luis Ignacio Helguera. Escritor claro, preciso y agudo, navegante de diversas formas y géneros, editor, Luis Ignacio fue sobre todo un melómano de tiempo completo y, no menos importante, amigo querido y colaborador cercano en la revista Pauta. De su amor profundo por la música dan cuenta, a la vez, el opúsculo que aquí reseño, y el que quizá sea su libro más conocido, El atril del melómano.

En La música contemporánea, Luis Ignacio arranca dando cuenta de que los cimientos de la música de hoy son los excesos y estertores últimos de la música de ayer, narrando con justeza cómo desde las cimas del romanticismo extremo se despeñaron (y aterrizaron en suelo fértil) las primeras ideas de la modernidad musical. Después de esta importante introducción, el autor procede a enfatizar el importante hecho de que, casi sin excepción, los avances y revoluciones del lenguaje de la música se dieron como reacción y/o como contraposición dialéctica a los diversos parámetros en los que hasta entonces se había sustentado el discurso sonoro. Helguera marca como pivotes de esa transición a Mahler, Strauss y Scriabin, y explica luego cómo sus músicas abrieron brecha hacia el impresionismo, luego el expresionismo y finalmente los sólidos pilares (tres, fueron tres) de la Segunda Escuela de Viena. Luis Ignacio explora entonces diversas líneas de conducta experimental, incluyendo ese fascinante hito que fueron los ruidos de los ruidosos ruideros del futurismo italiano.

Entre los indispensables en el camino hacia el futuro que ya era presente, el escritor/melómano dedica su atención particular a Bartók y a Stravinski, y de ellos va hacia las nuevas formas de integración de las músicas populares y vernáculas al discurso académico. Prokofiev y Shostakovich, dos grandes entre los grandes, hacen su aparición como ejemplos señeros de la injerencia de la política en la música, páginas en las que quizá podamos leer entre líneas alguna admonición para nuestro propio tiempo.

Las páginas siguientes las dedica el autor a explorar algunas tendencias puntuales en países específicos, hasta llegar a la fascinante mixtura del jazz con la música de concierto. Hay un apunte fugaz pero sólido sobre los nacionalismos latinoamericanos, seguido de un apartado sobre el (los) experimentalismo (s) en Estados Unidos, la potencia intelectual y sonora de músicos como Boulez y Messiaen, para recalar, momentáneamente, en otro pionero indispensable: Varèse, y de ahí con lógica impecable a las músicas concretas y electrónicas, para dar un peligroso pero exitoso salto mortal hacia el minimalismo y otras expresiones conexas. Finalmente, Luis Ignacio Helguera alude a los callejones sin salida y los retornos, y hace una pulcra reflexión, enfocada desde diversos ángulos, sobre la música del siglo XXI.

He aquí, pues, un libro pequeño en tamaño pero grande en contenido, escrito en el estilo siempre diáfano y directo de su autor, con pleno conocimiento de causa y una evidente pasión por la música. Releí este libro de Luis Ignacio un poco para retomar su figura y su memoria, y otro poco para reafirmar algunas de mis propias ideas musicales. Pero, sobre todo, leí de nuevo a mi amigo por el simple y puro gozo de leerlo. Ergo, me declaro (y es una declaración antimarxista) culpable y reo de haber cometido un acto de consumo capitalista. Tengo la firme intención de perpetrar muchos más.