a historia de Francisco Villa es la historia de sus propias refutaciones. En la traza de esta trama, siempre intempestiva, se encuentra acaso la compleja parábola de su destino. En 1910, Doroteo Arango adquiere fama entre las filas maderistas, pero ya como Francisco Villa. Arango, el bandolero, deviene Villa, la figura que aporta la fuerza a la utopía maderista. Por su parte, Madero, el hacendado, encuentra en él a la mitad que le falta: el anclaje en el pueblo. El efecto del binomio será fulgurante. Si el nombre es la signatura de la-historia-por-venir, el rebelde nunca se arrepiente de su pasado. En entrevistas, crónicas y hasta el cinematógrafo, el bandido, arrojado fuera de la ley, legitima al revolucionario que pretende abolir esa ley. Se trata de una inesperada interjección. Desde 1910 hasta fines de los años 20, las campañas mediáticas no dejan de capitalizar ese nombre bifronte: Villa nunca habría dejado de ser el forajido que fue. Por su parte, él nunca refuta esta imagen, simplemente la invierte no sin humor y soltura: lejos de querer hacerse de un buen nombre
, Villa redime a Doroteo Arango.
A principios de 1913 encuentra la oportunidad para mostrarlo. Cuando regresa a Chihuahua para organizar el levantamiento contra el golpe de Huerta, sus antiguos correligionarios se han diezmado en múltiples grupos militares. Él es tan sólo uno más. Chao, Urbina y los otros rebeldes se dedican, al igual que en 1911, a asegurar que las autoridades locales mantengan su lealtad. Villa, en cambio, empieza a asaltar haciendas, silos de granos y pastizales con ganado. De inmediato distribuye los bienes entre la población. Su consenso crece como la espuma (hasta convertirse en pocos meses en el jefe de la División del Norte). Ha vuelto a ser Arango, sólo que ahora en su versión efectivamente justiciera. La reacción no se deja esperar y los grandes hacendados comienzan su cacería, ahora apoyados por el orozquismo y el ejército federal. Estupefactas, las crónicas estadunidenses sólo consiguen codificarlo como un Robin Hood moderno. Pero nada más lejos de Villa que la leyenda del bandido de Sherwood. Todos los disímbolos relatos sobre Robin Hood coinciden en un punto: su lealtad al rey. Villa pertenece a una clase de rebeldes muy distinta, acaso de la estirpe de Münzter, en Alemania, o de Pugachov, en Rusia; sólo que el norteño llega mucho más lejos. No será leal a ninguna fuerza que aspire a consolidar un poder soberano que no provenga de los levantamientos de Zapata o de los que él mismo encabeza. Combate por igual a Díaz y a Huerta, a Carranza y a Obregón. Salvo una excepción: Madero. La relación entre Villa y Madero parte de la utilidad que uno representa para el otro. Sin embargo, adquiere una intensidad que desborda cualquier pragmatismo. El primero mantiene su lealtad hacia el segundo incluso cuando las consecuencias le son evidentemente desfavorables. Más aún: es el último en serle leal, cuando todo el maderismo está a punto de derrumbarse. ¿Por qué?
Para mi gusto, en la respuesta a esta pregunta se encuentran las claves de por qué continuamos hablando hoy de Villa. De alguna manera intuye que la figura del presidente electo en 1911 convierte a la revolución en un acto fundacional. La verdadera hazaña de Madero es estrictamente contraintuitiva. Cuando Mondragón y el ejército federal preparan el golpe de Estado, se le ofrece a Madero la oportunidad de renunciar, empacar maletas y exiliarse. Su respuesta es: no. Es el presidente electo democráticamente y en él encarna el espíritu de la demanda que entrecruzará a todo el siglo XX mexicano. Es algo que no está dispuesto a negociar, es decir, que lo sitúa en la parte trágica de la revolución. A su manera, Zapata, que se convierte en el adversario más beligerante del propio Madero, y Villa, que optará por un programa social distinto, inscribirán su historia en esta misma página. La historia trágica de la revolución. Ellos conforman ese pasado que siempre retorna como una herencia sin testamento preciso. Digamos que el pasado opuesto al que cifran Carranza y los sonorenses en un nuevo régimen que deviene rápidamente la negación de los móviles que inspiraron al estallido de 1910.
Algunos historiadores suelen confundir al mito con la escena del espectáculo. En el caso de las revoluciones, la distinción no es una labor sencilla. Kant describe esta dificultad en sus reflexiones sobre la revolución francesa: La revolución reciente de un pueblo pleno de espíritu que puede tener éxito o fracasar, acumular miseria y atrocidad, y que, sin embargo, despierta en el corazón de todos sus espectadores (que no se ven atrapados en ella) un deseo radical de coparticipar que llega hasta los límites del entusiasmo y que, en su más profunda expresión, no está exento de peligro, se debe a una disposición moral en la raza humana
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Villa fue, sin duda, uno de los que despertaron este entusiasmo en el siglo XX, el cual sedujo a cronistas de la talla de John Reed y Martín Luis Guzmán, y decenas de narradores, intelectuales, pintores, fotógrafos y directores de cine. Pero sobre todo, entre 1914 y 1916, fue una de las figuras más esperadas en el mundo de entonces (y me refiero al mundo en general) que desde 1848 aguardaba a una inteligencia que, proviniendo desde las profundidades del subsuelo subalterno, recogiera toda su tradición para mostrar la viabilidad de su liberación.