stamos sumidos en una situación prevista por no pocos. El discurso polarizante que en un inicio parecía ocurrencia del poder, ha desembocado en el nudo jurídico y político que, para la ministra Otálora, es una república paralegal
. Todos juegan el mismo juego, impuesto por el Presidente, cuyos primeros resultados están a la vista: la ley no es la ley, sino un conjunto de maniobras majaderas; la realidad no es la que nos dibujan las estadísticas del Inegi, los análisis del Banco de México o los organismos internacionales, sino lo que figura el equipo hacendario que celebra sus propias victorias mientras se impone un clima de resignación social que poco tiene que ver con las potencialidades que nos dicen tiene México en esta nueva vuelta de una economía global un mucho destartalada.
La pandemia devastó ánimos y expectativas, mostró la cara más cruel de una globalidad inscrita en las fuerzas y tendencias de un modo de producción convertido en único, a decir del estudioso Branko Milanovic, que hasta el momento no tiene contraparte política o institucional. En estas condiciones no se alcanza a ver qué decisión y acción de los mexicanos podría modular el clima de los arrebatos verbales inopinados que se han apoderado del discurso político de la democracia azteca, de por sí magro. Parece que preferimos regodearnos en este renovado laberinto de la soledad que nos legó el poeta, lejos del mundanal ruido y desde luego ajenos a los intentos de otros estados e instituciones por redefinir una globalización incluyente.
La ausencia del Presidente de la Cumbre Celac-Unión Europea pudo subsanarse con la eficacia retórica y propositiva de nuestra canciller Alicia Bárcena, pero hasta cierto límite. Lo que buscaban los convocantes eran muchos cara a cara
para dar a sus visiones un dejo de compromiso personal de los jefes de Estado. Una suerte de aproximación empática de Europa y nuestro extremo Occidente
para trazar rutas que permitan transitar en medio de la disputa hegemónica.
Tenemos que conformarnos con mantener una exigencia legítima de respeto a la Constitución y sus leyes, pero el hecho es que los países son más que sus elecciones y jurisprudencia. Además de la observancia a la ley hace falta algo elemental que es, a la vez, fundamental pero que sigue ausente tanto en los partidos como en los políticos; en buena parte de la opinión publicada y en no pocos grupos organizados de la sociedad: la voluntad de anteponer nuestras respectivas pequeñas miserias al bien común. En una palabra: carecemos de una auténtica vocación democrática que, para serlo, tiene que ser también una democracia social, como lo aprendieron y enseñaron los estadunidenses del New Deal de Roosevelt y los europeos del estado de bienestar. Combinar estas tradiciones y legado, para encarar los desafíos y amenazas resumidos en el cambio climático y el no menos portentoso cambio técnico, debería ser la misión del mundo pospandémico y de sus mandatarios.
Infortunadamente, el camino que transitamos parece llevar a ninguna parte: cuando el discurso político se alimenta de y es promotor de divisiones y confrontaciones, el recelo y la sospecha se apoderan del espíritu público; las triquiñuelas se festejan y se las ve como “alta política; el temor, que nunca nos ha dejado, camina con una desconfianza que nos contagia a todos.
En estas circunstancias, que son las nuestras y del mundo, parece que pedir mesura y cordura a los actores políticos no pasa de ser una ilusa intención ante el desfile cotidiano de irresponsabilidades y abusos. Cuesta arriba se presenta este por demás incierto camino. Por más que la miopía política e histórica nos embargue, hay que insistir: tenemos que aprender a valorar nuestras instituciones, respetarlas, fortalecer su funcionamiento. No demolerlas como parecen querer muchos habitantes del polo gobernante.
Todos los actores políticos tendrían que deponer sus descalificaciones a la orden
y asumir como bien fundamental el diálogo; enfocarse en los enormes problemas que nos han sitiado por la omisión o la equivocación; buscar propuestas, mejorar nuestro hábitat colectivo. Se trata, simplemente, de actuar de tal manera que haya certezas, seguridades y confianza.
Estamos frente a una situación inédita que nos compete y compromete: si es verdad que nos interesa preservar las conquistas democráticas, nos urge mantener ante éstas una actitud vigilante, a la vez crítica e informada. Necesitamos de la presencia activa de auténticas fuerzas políticas, con la capacidad y voluntad de tejer amplias coaliciones.
En cierta forma, nada de lo dicho es nuevo, pero adquiere inusitada presencia al calor de esta época de crispación que sufrimos. Hay que evitar que las arbitrariedades y los abusos del poder y del no poder converjan. El estado de derecho no debe ser una ficción. Pero sólo con democracia y más democracia podremos aspirar a construirlo y habitarlo.