egún la Agencia Meteorológica de Japón, la temperatura media global del pasado 7 de julio fue de 17.25 grados Celsius, la más alta desde que se tiene registro. Ese promedio maquilla los extremos de calor que se están alcanzando en varias regiones del mundo. De acuerdo con los pronósticos, esta semana se batirá el récord de la mayor temperatura medida en Europa: los 48.8 grados marcados en la isla italiana de Cerdeña en agosto de 2021, mientras en el californiano Valle de la Muerte se esperan hasta 54 grados.
No son meras cifras. Este calor fuera de los rangos históricos se cobra vidas, causa problemas de salud a millones de personas, afecta la producción de alimentos y exacerba los incendios forestales que año con año son motivo de una preocupación creciente por las extensiones devastadas, su impacto en las actividades humanas y la frecuencia con que tienen lugar. Es un círculo vicioso mortífero: a menos superficie forestal, mayores temperaturas, sequías más prolongadas y riesgos incrementados de que se eleven el número y la intensidad de las conflagraciones. El mes pasado, la sociedad global observó con estupefacción las imágenes de la metrópoli por antonomasia, Nueva York, completamente cubierta por una neblina naranja, espesa y tóxica. Era el humo de los incendios que azotaban la provincia canadiense de Quebec, a más de 800 kilómetros de distancia. En el país septentrional son habituales los fuegos durante la temporada seca en su vasta zona boscosa, pero esta vez no sólo se quemó una superficie sin precedente, sino que los incendios comenzaron antes de lo previsto.
Pese a todas las evidencias de que nos encontramos ante una amenaza para la subsistencia de la civilización e incluso para la humanidad como especie, quienes más podrían y deberían hacer al respecto se mantienen imperturbables en su insensatez, insensibilidad y arrogancia. El ejemplo brindado por el ultraderechista gobernador de Texas, Greg Abbott, resume a la perfección la actitud de las élites: en medio de la que podría ser la mayor onda de calor en siglos, el político republicano aprobó una ley que prohíbe a los trabajadores de la construcción tomarse un descanso para beber agua en medio de labores que los exponen a la inclemencia del sol y al peligro de padecer choques térmicos. El mensaje es claro: las derechas defenderán los intereses corporativos, aunque el barco entero de la economía mundial está en riesgo de hundirse por la catástrofe climática.
Ayer se daba cuenta en este espacio de cómo el lucro de los acreedores privados impone a las naciones en desarrollo la carga del servicio de la deuda, y de qué manera los gobiernos se ven obligados a optar entre continuar abonando a deudas impagables o auxiliar a sus habitantes en rubros como alimentación, educación o salud. Estas asimetrías se hacen presentes en la emergencia climática: en 2015, el 10 por ciento más rico del mundo fue responsable de la mitad de las emisiones de gases de efecto invernadero; sólo el uno por ciento más rico produjo 15 por ciento de las emisiones. En contraparte, la mitad más pobre de los habitantes de la Tierra generó apenas 7 por ciento de esas emisiones, pero es la más golpeada por sus efectos, desde la carestía de alimentos hasta la destrucción de sus hogares por fenómenos meteorológicos de magnitud creciente. Asimismo, los países cuyas empresas multinacionales devastan el medio ambiente del Sur Global con su extracción incesante de recursos naturales cierran las puertas a los migrantes y los condenan a permanecer en regiones que se han vuelto inhabitables por la acción de las corporaciones.
Ningún discurso es tan elocuente como los 43 grados que en estos días sufrirán varias ciudades europeas para convencer a la población del urgente viraje en un modelo económico que ha concentrado riquezas sin parangón a expensas tanto de las mayorías como del propio planeta.