n canal de paga presenta un programa de éxito: El Club de la Comedia
. Su formato, un monólogo interpretado por un cómico, actor o figura pública. Su relato, exponer situaciones de la vida cotidiana hasta convertirlas en un esperpento. Los temas abordados son múltiples: amor, amistad, vacaciones, empleo, citas a ciegas, divorcio, mascotas, estudios, etcétera. Lleva décadas triunfando. Sin embargo, desde algunos años, el programa se ha reinventado incorporando una modalidad: políticos en las antípodas ideológicas que se enfrentan cara a cara. Amablemente se sacan los colores. Entre los habituales, diputados, ex ministros, presidentes de comunidades autónomas, senadores. Lo llamativo, no se insultan, permanecen en silencio cuando no están en el uso de la palabra. Como parodia resulta un espectáculo digno de ver. La ironía, cuando no el sarcasmo y el doble sentido, son las armas utilizadas. Todos contentos. Los partidarios de esta modalidad argumentan que el humor y las risas acercan a los políticos
al público, proyectando una imagen que los humaniza
. Suben al escenario, micrófono en mano, con un guion acordado, no improvisan. Las diferencias políticas se diluyen en carcajadas. Al finalizar se abrazan y dan la mano. Una simulación de respeto.
Sin embargo, esta banalización de la política tiene consecuencias. En no pocas ocasiones, se escuchan voces en el Congreso y el Senado que traen a colación el club de la comedia
. Es la manera de evidenciar el bajo nivel de los debates. Una forma de rechazar la falta de respeto, con la cual se llevan a cabo los debates parlamentarios. Algunas de sus señorías comparan el hemiciclo con el club de la comedia
. Los insultos y descalificaciones se han vuelto pan de cada día. Recordemos las ofensas hacia la ex ministra de Igualdad, al presidente de Gobierno Pedro Sánchez, u otros ministros, sólo en la actual legislatura. De esa guisa podemos decir que se ha desarrollado el único debate cara a cara entre Pedro Sánchez (PSOE) y Alberto Núñez Feijóo (PP) para exponer sus proyectos ante la ciudadanía. Era un momento único. Pero fue desaprovechado. Se mantuvo en la tónica de siempre. Insultos y descalificaciones. Tampoco los moderadores estuvieron a la altura. Han dejado hacer, siendo sobrellevados, mostrando su ineptitud en el rol asignado. ¿Cómo se ha caído tan bajo?
Cuando la burla, la injuria, la ofensa, el desprecio, la chocarrería, la provocación y la impertinencia se adueñan del campo de la política, asistimos a un punto de no retorno, donde los hechos son tergiversados, manipulados, desconocidos o negados. Un tiempo en el cual la mentira anula la posibilidad de un debate y el contraste de ideas. En su lugar emergen discursos apologéticos, sembrando el terreno para el advenimiento de nuevas derechas ultrarreaccionarias, amparadas en falsas verdades. Hechos indemostrables que adquieren el rango de realidad contrastada. Da igual el problema referenciado. Cambio climático, violencia de género, pensiones, sanidad, migración, educación, deportes, economía o cultura. Para todo hay una falsa verdad. Y así no hay manera de establecer un diálogo, presentar un programa o defender una alternativa. En ese contexto, desaparece la política. Se busca desquiciar, dejar fuera de juego, llevar al límite al adversario, hasta que pierda los papeles y se enmarañe en su propio discurso. En otros términos, no se practica la democracia: un diálogo entre personas que defienden y argumentan, desde ópticas diferentes, una propuesta de cambio social, de políticas públicas y sociales con el fin de que los ciudadanos tomen partido y se definan por unos o por otros. Pero las propuestas para fijar posiciones se relegan a las catacumbas. En su lugar, nos encontramos con el discurso sofista. Humillar para ganar. Salir victorioso. Es el retorno de los sofistas. Aristóteles demostró lo cerril del discurso sofista. Subrayó los cinco factores que le dan vida: la falsedad, la paradoja, la incorrección, el parloteo vano y la refutación. Hizo hincapié en recordar que el parloteo vano inunda todo el discurso: Si no hay diferencia entre decir el nombre y decir la definición, es ciertamente lo mismo doble que doble de la mitad; y si doble es doble de la mitad, será también doble de la mitad de la mitad
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Lamentablemente, la política ha quedado sepultada y reducida a las descalificaciones personales. Tal vez, los debates y el mantenido entre Pedro Sánchez y Núñez Feijóo se inscriben en la máxima de Schopenhauer enunciada para anular cualquier debate serio. En su compendio El arte de tener razón, nos recomienda su última estratagema para salir airosos de cualquier debate: “Cuando se advierte que el adversario es superior y que uno no consigue llevar razón, personalice, séase ofensivo, grosero. (…) Al personalizar… se abandona por completo el objeto y uno dirige el ataque a la persona del adversario: uno, pues, se torna insultante, maligno, ofensivo, grosero. Es una apelación de las facultades del intelecto a las del cuerpo, o a la animalidad. Esta regla goza de gran predicamento porque cualquiera es capaz de ejercerla”. Lo que es válido para España y Europa lo es también para América Latina. Saque el lector sus conclusiones.