ientras México sigue atrapado en la espiral de una violencia cada vez más extendida, en las semanas recientes los titulares de los medios informativos han estado monopolizados por los movimientos de los aspirantes a la Presidencia, en el marco de una precampaña apresurada por el propio jefe del Ejecutivo, que ha venido a enrarecer la agenda pública dejando en la penumbra buena parte de los temas más urgentes del país que, como la violencia, evolucionan fuera del ojo público en una dinámica que amenaza con comprometer la estabilidad social y el propio proceso electoral que viviremos dentro de 11 meses.
Encuestas recientes, como la de El Financiero o la del Grupo de Economistas y Asociados (GEA), muestran la inseguridad y la violencia como el problema de mayor preocupación para los mexicanos con 43 y 55 por ciento de la población, respectivamente, que lo considera el mayor problema del país. El estudio del GEA reporta un incremento sostenido de la percepción sobre la violencia, pues en 2018 sólo 25 por ciento de la población consideraba a la referida problemática como la más preocupante. Dichas cifras son muestra de que, mientras los sexenios pasan y los gobiernos cambian, la violencia permanece en la percepción pública como un componente central del imaginario de ingobernabilidad e institucionalidad fallida del país.
Basta mirar, por ejemplo, lo sucedido en estos días en Chilpancingo, donde circuló un video de la alcaldesa sosteniendo una reunión con el líder de Los Ardillos; misma capital estatal donde el último fin de semana se registró una oleada de violencia contra los transportistas de la región, que motivó el lunes siguiente bloqueos y manifestaciones. Esta cadena de hechos ha puesto en evidencia una inquietante descomposición de las instituciones del estado, incapaces de mediar en los conflictos, carentes de credibilidad y, por decir lo menos, impotentes frente a la violencia.
Otro ejemplo preocupante: Michoacán, donde hace un par de semanas fue asesinado Hipólito Mora, uno de los fundadores de las autodefensas de dicha entidad, creadas como medida extrema ante la inoperancia de las instituciones encargadas de la seguridad, incluidas las castrenses, quien había denunciado con insistencia las amenazas que recibía. Apenas antier, en la denominada Tierra Caliente de Michoacán se registraron bloqueos carreteros, ataques y choques armados entre grupos criminales, situación que se ha convertido en cotidiana en numerosos municipios de esa zona, en la que el Estado no parece tener control.
Algo similar ocurre en Chiapas, cuyos niveles de violencia se han incrementado sostenidamente en los últimos años sin que haya merecido la atención no sólo de los medios informativos sino desde las propias instituciones del Estado, federales y estatales, que han preferido invisibilizar y maquillar la profunda dinámica de descomposición que ahí se ha desarrollado. Hoy Chiapas se encuentra en una crisis profunda de desplazamiento interno forzado, con comunidades enteras amenazadas por bandas que se disputan las plazas, vulnerando más a las comunidades campesinas e indígenas, incluyendo a las comunidades autónomas zapatistas, que siguen resistiendo los embates del paramilitarismo en México desde hace décadas.
No menos grave es lo que ocurre en Tijuana, donde la alcaldesa, Montserrat Caballero, debió mudar su domicilio nada menos que a la sede del 28 Batallón de Infantería, tras el ataque a uno de sus escoltas. O lo que ha ocurrido en Nayarit, donde fue asesinado el corresponsal de La Jornada Luis Martín Sánchez y fueron secuestrados otros dos periodistas, quienes por fortuna fueron localizados con vida.
Es cierto que Andrés Manuel López Obrador heredó en 2018 un país rebasado por la violencia, problema que con toda razón puso en un lugar prioritario de su agenda de gobierno. A poco más de un año de concluir, todo hace prever que heredará al siguiente sexenio un país en que la violencia no ha menguado, pero sí se ha profundizado una militarización de diversas esferas de la institucionalidad pública, mucho más allá de la seguridad, que le será muy difícil revertir a quien lo suceda. Los hechos recuperados en los anteriores párrafos son apenas un puñado de expresiones de una problemática estructural y generalizada que cada día no sólo confirman el fracaso de la estrategia de seguridad en la que se han empecinado los últimos tres gobiernos, sino que configuran escenarios de alto riesgo para la institucionalidad pública y el estado de derecho.
En los meses venideros la atención pública en el país estará cada vez más concentrada en el ya muy largo proceso electoral de 2024 en el marco del cual partidos y candidatos se disputarán el atributo central del carisma y arraigo entre el pueblo
; mientras, el pueblo real seguirá a expensas de una creciente violencia que se despliega ante la patente incapacidad de las instituciones lideradas precisamente por los mismos partidos que se disputarán los cargos públicos en 2024. El contraste entre los tiempos, energías y recursos dedicados al proselitismo y la crudeza de la realidad no puede ser mayor.
Ante este panorama, de nuevo la clase política transfiere a la ciudadanía la carga de tener que exigir la debida y urgente atención de la crisis de violencia que padece el país; de obligar a los partidos y candidatos a asumir con seriedad sus responsabilidades de concebir nuevas estrategias de pacificación para México no sólo eficaces sino cuidadosas del estado democrático de derecho. Para ello es indispensable que se produzcan diálogos y deliberación que, por encima de la polarización política, abran márgenes para construir una agenda de pacificación, donde la sociedad civil y especialmente las víctimas de la violencia tengan un papel central en el diseño, fortalecimiento, vigilancia y evaluación de las políticas públicas en la materia.