os años 20 moldearon el siglo pasado. Las reglas de la política tenían que ver con un proyecto político emanado de la posrevolución. Uno que no era el de Madero ni el de Zapata ni el de Carranza u Obregón, sino el que de manera sincrética retomaba algo de todos. Un proyecto forjado a sangre y fuego, que lleno de contradicciones y fobias insuperables, supo en la posrevolución, construir el acuerdo político mínimo necesario para pensar ya no en la aniquilación del adversario, sino en el progreso de México.
La coyuntura política de estos años 20, pero del siglo XXI, plantea una interrogante similar: ¿cómo se construye un proyecto político democrático, que derive en desarrollo y paz para el país? Hasta el momento, el debate ha estado centrado en las características personales de quienes aspiran a la Presidencia, algo que no es nuevo, sino quintaesencia de nuestro régimen político. Ya Daniel Cosío Villegas lo describió con claridad en El estilo personal de gobernar, en el que las características del gobernante, configuran las del régimen. Sin embargo, el México de los años 70 no es el país que habrá de gobernar quien llegue en 2024.
Los dilemas no son la deuda externa y los movimientos subversivos focalizados, sino la abierta amenaza del crimen organizado, de acaparar toda actividad comercial y política. Un escenario en el que el Estado mexicano sea una entelequia burocrática, pero no más una estructura de poder. El poder fáctico de los criminales es la peor amenaza no solamente para la democracia, sino de cualquier noción democrática de representación.
La amplia discusión sobre las leyes electorales es ociosa, si no atacamos de manera frontal el principal problema de la democracia mexicana hoy: la participación criminal en los resultados de una elección.
Dicho esto, el perfil de quien llegue, por cercano, capaz, hábil o pintoresco, es irrelevante frente al desafío común de nuestra generación. Nos hemos perdido en la diatriba de tirios y troyanos; hemos creído que la batalla es entre ideologías político-económicas, cuando la guerra que vamos a librar, lo queramos o no, es entre la sociedad democrática y la criminalidad que mina todos los días nuestro acuerdo básico: el Estado.
Cuál es el proyecto de país, más allá de las políticas sociales y la distribución del Presupuesto de Egresos de la Federación. Cuál es, a un año de la elección, el planteamiento de futuro para hacer frente a los retos hemisféricos, como el del fentanilo. Cuál es el proyecto económico que permitirá que México y sus más de 130 millones de habitantes transiten mejor por este siglo, que los del pasado.
En tiempos en los que todo contenido debe ser breve, con impacto en redes sociales, diseñado para generar un efecto en TikTok, aunque su esencia sea desechable, nos convendría recordar que los videos de 30 segundos, las ocurrencias para ganar la nota, no son un proyecto de país.
No todo está en contra. México ha logrado una economía estable, el nearshoring es nuestra oportunidad histórica, y el enfoque social del gobierno ha despresurizado tensiones políticas. Pero el reto de seguridad subsiste ya no como tema de policías y ladrones, sino como el tema que subyace detrás de todos: el principal problema de la economía es la seguridad. El principal problema de los estados y municipios, la seguridad. El gran reto de los jóvenes, el peor peligro para las mujeres, la seguridad. El principal reto para la inversión extranjera, para la generación de empleo, es la seguridad. Seguridad entendida como el espacio que la ley, el Estado y sus instituciones deben recuperar frente al avance incesante de un ejército de mil rostros, de mil grupos que se han insertado en la sociedad, el gobierno, la cultura; en cada pueblo, ciudad, carretera y puerto. Un ejército criminal que amenaza, arrebata, cobra, silencia, ejecuta. Un problema que ha hecho metástasis mientras nosotros, todos, estamos hablando de otra cosa y viendo hacia otro lado.
Es lugar común decir que es nuestra última oportunidad
para enmendar el camino. Gobiernos de todos los colores han desfilado sin poder frenar la ola de violencia que lleva dos décadas revolcando a este país. Una ola que se ha llevado estudiantes, periodistas, familias y pueblos enteros. Que ha desaparecido a miles, y ha reconfigurado la economía regional. Una ola que no ha dejado de crecer, de golpear, de ser la marca de nuestro tiempo.
Si ésta no es nuestra última oportunidad, con un proyecto político, del partido que sea, con la cara que sea, que ponga en el centro la reconstrucción de las capacidades del Estado para preservar la vida y la libertad, no sé qué tanto pueda faltar para el colapso democrático e institucional. Así que no se trata de los adversarios políticos, de las rivalidades históricas e ideológicas. Se trata del enemigo común de toda y todo mexicano que aspire a vivir en paz y a trabajar para construir un futuro. Ese proyecto común aún no existe, y aunque parezca temprano en términos del reloj electoral, vamos tarde.