Opinión
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Mar de historias

Una gallina

A

brí el periódico y encontré lo que menos esperaba: la esquela anunciandola muerte de Alfonso Camarena. Cuando leí debajo de su nombre el apodo de El Oros, alusivo a su dentadura, ya no tuve duda de que se trataba de mi ex jefe. Trabajé con él más de veinte años haciéndola de todo. A cada rato me decía: Mercado, tú que sabes escribir, cuenta la historia de mi circo para que la gente sepa que tuvo su época de oro.

Para quitármelo de encima, le prometía que iba a ponerme a escribir en cuanto dispusiera de tiempo libre. Nunca lo tuve. En un circo, y más cuando falta personal, hay mucho quehacer –desde alimentar a los animales, limpiarles las jaulas y apapacharlos cuando se estresan, hasta echarles un ojo a los artistas. Entre ellos nunca faltaban las envidias, los celos, y eso podía tener malas consecuencias para el trabajo. Una pulsada mal hecha y, ¡adiós paloma!

II

De todas mis obligaciones, la única que se me hacía pesada cuando llegábamos a alguna plaza era tratar con las autoridades locales para que nos permitieran instalarnos en algún terreno desocupado. Si se ponían remilgosas, para ablandarles la voluntad les llevaba regalitos: dinero o boletos para todas las funciones.

Me compensaba de esos malos ratos ponerme a organizar el desfile con el que anunciábamos la nueva temporada del circo. Lo abría El Gigante Budú, un hombrón medio retrasado pero muy ágil que habíamos conocido en Charcas. Dándose empujones y haciendo piruetas, iban detrás de él los payasos Bota y Mota; luego Marius, el domador que restallaba su látigo entre nubes de polvo, y al final Silvana, La Diosa del Bosque, seguida por sus cuatro perritos bailarines.

III

Me pasé años prometiéndole a El Oros que iba a escribir la historia de Camarena y sus Estrellas, asegurándole que llevaba muchos apuntes, pero en realidad sólo tenía en la cabeza, revueltos, un montón de nombres que mi patrón repetía hasta el cansancio mientras viajábamos, yo al volante del camioncito y él con su botellita en la mano.

No dudo que los días de gloria de Camarena y sus Estrellas hayan sido espectaculares pero, por desgracia, a mí no me tocaron. Llegué a trabajar con El Oros cuando el circo era ya de una sola pista, las lonas estaban rotas, los talentos habían emigrado y de los trabajadores de base sólo quedaban Ponciano, Ladislao y Salustio quienes, al amparo de su antigüedad, hacían poco caso o ninguno de mis indicaciones.

IV

Juro que no pasa de mañana sin que me ponga a escribir la historia de Camarena y sus Estrellas. Tengo tiempo de sobra para hacerlo, porque al hotel donde ahora trabajo llegan muy pocos huéspedes. Después de abrir los cuartos para ventilarlos, regar el dizque jardín y barrer la calle no tengo más tarea que esperar y ver el odio silencioso con que se miran los dueños.

Aunque demasiado tarde, voy a ponerme a escribir la historia del circo, pero no sé por dónde empezar. Ya sólo recuerdo algunos datos. Todo lo demás lo tengo medio borrado, excepto lo que pasó la madrugada, después de la función donde el patrón decidió acabar definitivamente con su circo.

La noche anterior improvisamos una despedida a los pocos compañeros que aún quedaban. Como huella de la tristísima celebración nocturna se veían regados por el suelo vasitos desechables, botellas y papeles grasientos con restos de comida que atrajeron a los perros. Estábamos en medio de ninguna parte y me alegró verlos y oírlos ladrar.

En el terreno sólo quedábamos mi patrón y yo, él ocupado en meter papeles en una caja y yo revisando el camión. No hablábamos ni nos veíamos, creo que para no ponernos a llorar ante las huellas del desastre y el temor a la incierta vida futura que nos esperaba.

En un momento me alejé para hacer una necesidad y al volver encontré una gallinita parada sobre el bulto que había puesto en la batea del camión. Quise espantarla, pero no se fue. Entonces, por broma, le grité al patrón: Ya tenemos para un caldo. Qué dice, ¿nos la llevamos? El Oros, que seguía muy aluzado después de haber bebido toda la noche, se acercó y se quedó mirando a la gallina como si nunca antes hubiera visto otro animal como ese.

Insistí: ¿Qué dice, nos la llevamos? El viejo, en vez de responderme, se puso a contarme algo que nunca antes me había dicho: su vida en el circo había comenzado la mañana en que, por órdenes de su abuela, había ido a la plaza de su pueblo para vender a Lindita, la última gallina que les quedaba. Como nadie se interesó en comprársela, él se había sentado en la banqueta para hacer que Lindita repitiera su gracia, consistente en balancearse sobre una pata y luego en la otra mientras él silbaba. Una señora, al ver la escena, comentó: Esa gallinita merece estar en un circo. Así había comenzado, después de mucho trabajo en ferias y mercados, la historia de Camarena y sus Estrellas.

Era gracioso imaginar a una gallina bailando, pero no entendía cuál podía ser la relación entre Lindita y la gallina que continuaba parada sobre el bulto. En cuanto lo dije, mi patrón me aseguró que con ese animal, bien entrenado y luego con otros, tal vez podría empezar una nueva época de su circo. “Si lo hice antes…” No tuve nada que decir, entré en la cabina de la camioneta y le grité a El Oros que se apurara porque ya empezaba el calor.

Durante todo el camino mi patrón se puso a hacer planes para conquistar nuevos triunfos y volvió a ser el legendario cirquero de antes, emprendedor, valiente y respetado. Al fin se quedó dormido. Lo desperté cuando llegamos a su pueblo. Allí, en pago por lo que me debía, me regaló el camioncito y cuando nos despedimos me dijo, en alusión a sus sueños, Mercado: yo sé lo que te digo: no lo eches en saco roto.

Me alejé riéndome y pensando lo mucho que puede lograr una simple, inocente gallina.