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El Frente Amplio por México, un PRIANRD temeroso de decir su nombre
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n los albores de los años 90, Francisco Barrio, gobernador de Chihuahua, se definió como el más salinista de los panistas. La declaración no era un hecho aislado, sino un exabrupto revelador: se trataba de un momento definitorio para su partido, cuyos principales dirigentes (Luis H. Álvarez o Fernández de Cevallos) optaron por ceñirse al salinismo en comunión con un proyecto económico: la disolución del Estado posrevolucionario y el abrazo al credo neoliberal. En esta brega de eternidad, el PAN navegó con el PRI: la disolución de empresas públicas (iniciada con Altos Hornos en mayo de 1989); las sucesivas privatizaciones; la modificación del 27 constitucional. Ya con Zedillo, persistieron la enajenación de bienes nacionales y el Fobaproa.

Esa dirección panista se afianzó en el salinismo pero venía de más atrás, cuando el PAN en 1976 subordinó su corriente democristiana al ascenso de una ultraderecha en su seno y, fuera de él, alinearse a la derecha empresarial que, en conflicto con Echeverría, optó por una vida más activa en la política partidista. Las últimas voces que alertaron esta pérdida de brújula en el PAN, sitas en el Foro Doctrinario de Bernardo Bátiz, Ortiz Gallegos o González Schmall, renunciaron al partido en octubre de 1992, luego de las concertacesiones entre Luis H. Álvarez y Salinas para negociar gubernaturas, y con la alerta de que el blanquiazul se tornó en alfil priísta. Así nació el PRIAN, cuyo proyecto ideológico común persistió tras las alternancias de 2000 y 2012, en los tres ciclos de reformas estructurales apoyadas por ambos partidos y, como corolario, la reforma energética de 2013-14.

A partir de 2018 y con el triunfo contundente de un movimiento encabezado por un rostro de la izquierda nacionalista, el PRIAN dejó de ser un mote burlesco para evidenciarse como una alianza real que por décadas trató de disimularse sin éxito. De ahí que la sumatoria del PRD al PRIAN no sea sorpresiva, porque los une con ellos otro intento fallido de simulación.

El PRD vive una crisis mortuoria. Pero ello tampoco es nuevo: su condición de partido agonizante data de 2008, cuando su dirigente impuesto, Jesús Ortega, hacía zigzagueos que exhibían prioridad oportunista: si bien en septiembre de 2008 insinuaba la necesidad de hacer frente con el PRI para contener al PAN, meses después contrarió la línea estatutaria del congreso perredista de 2007 –que prohibía vincularse al PAN– para impulsar alianzas tácticas con el blanquiazul.

Aprobar esa inconsistencia fue el punto de no retorno en el perredismo: en 2010, la prioridad de Ortega fue desdeñar el enorme capital político de las izquierdas movilizadas en su propio partido –que habían logrado su máxima votación en la historia en 2006– y preferir lanzarse a los brazos del PAN calderonista en elecciones a gobernador en Sinaloa, Puebla, Durango y Oaxaca, por ejemplo. Luego, en 2012, esta inercia oportunista se mantuvo: pese a que el PRD tuvo como candidato a la Presidencia en ese año a López Obrador, aún el resultado de esa elección estaba en suspenso impugnado cuando la dirigencia del PRD ya buscaba transigir con Peña Nieto el Pacto por México, en vez de defender la impugnación encabezada por su candidato.

La dirigencia perredista desde 2008 se reveló así no como una izquierda moderna y dialogante, sino como un grupo de traficantes del fracaso, con la mira puesta no en principios, sino en ver cómo lucrar con el reconocimiento de victorias ajenas o tornarse en lastre en ellas. De ahí que no sorprenda su suma al PRIAN, así sea como cabús testimonial, puesto que desde años atrás han sabido dialogar más con las cúpulas de esos partidos que con sus propios votantes.

Así, la constitución formal de la alianza PRI-PAN-PRD se consolidó en la antesala de 2021, pero su comunión ideológica de facto y sus raíces se entretejieron lustros atrás. Si bien su coartada fue oponerse a la deriva autoritaria de López Obrador, en el fondo más bien blanden un proyecto económico que data desde el salinismo, y un vocabulario que exalta a la transición, porque en ella han sabido darle la espalda a sus electores (así sea con las concertacesiones panistas o con las alianzas tácticas perredistas) y sacar réditos burocráticos de ello.

En este proyecto común lo único que sorprende es la simulación de que su candidatura se definiría por un consejo electoral ciudadano. Más allá de lo fallido del proyecto (cuyos integrantes renunciaron), resalta una obsesión. Hoy se vierten muchas críticas contra los populistas de izquierdas, porque suelen interpelar al pueblo. Se omite que esa fórmula retórica funciona a veces para denunciar, con razón, a una élite político-económica que usufructúa las instituciones públicas. En la contraparte que se dice liberal y reprueba llamados al pueblo, el vocablo ciudadano entraña un autoengaño que quiere dotar de un aura apartidista a las organizaciones que así se denominan.

Quizá los estrategas del PRIAN en eso sí acertaron: intuyen que su unión, ante todo, es una suma de desprestigios y por ello urge un ente ciudadano que los barnice un poco, y un complejo ejercicio de elección interna que dote de cierto aire triunfal a quien resulte su candidato.

El problema de ese armatoste, empero, está no en sus intenciones sino en su historia: si hasta antes de 2018 y cuando ostentaban la plenitud del poder público, la comunión entre PRI y PAN buscó enmascararse para evadir el costo político de aceptarla. Hoy que la han formalizado, lo que revelaron no es un pragmatismo democrático, sino un descaro. Y ante ello, no hay máscara ciudadana que pueda disimular nada.

* Académico de la Universidad de Hradec Králové, República Checa. Autor del libro Las raíces del Movimiento Regeneración Nacional