urante su intervención en la Cumbre de Comunidades más Seguras, el presidente Joe Biden reconoció que Estados Unidos envía a territorio mexicano armas de fuego peligrosas, incluidos rifles de asalto. El mandatario admitió que este tráfico resta autoridad moral a su gobierno cuando aborda con su contraparte mexicana problemáticas de interés común como el trasiego de estupefacientes (en particular, el fentanilo) hacia el norte o los asuntos relativos a la extensa frontera compartida, pues al plantearlos se le inquiere acerca de sus acciones para frenar el flujo de armamento que fortalece a los grupos criminales. Biden llevó la autocrítica al punto de inquirir: en el nombre de Dios, ¿en qué nos estamos convirtiendo si no paramos el envío de armas de alto poder a México?
El discurso del Ejecutivo demócrata resulta sorprendente en tanto rompe con la monolítica postura de la clase política estadunidense de deslindarse de toda responsabilidad por los estragos que ocasiona el descontrol en la manufactura, venta y posesión de armas de fuego que tiene lugar en ese país al amparo de una lectura anacrónica y equívoca de la Segunda Enmienda a su Carta Magna, en la cual se establece el derecho a almacenar y portar armas.
Sin embargo, ese reconocimiento no altera una realidad en que cualquier individuo puede adquirir pistolas automáticas, rifles, ametralladoras y otros instrumentos de uso claramente militar, y en que no existe ningún mecanismo para prevenir que esos arsenales terminen en manos de sujetos con graves trastornos sicoemocionales, lo cual alimenta la crisis de tiroteos masivos que mantiene aterrorizada a la sociedad estadunidense. Tampoco evita que los cárteles locales o internacionales adquieran de manera legal tales dispositivos en armerías, supermercados y ferias al norte del río Bravo para luego enviarlos a México, donde ocasionan miles de muertes cada año y representan un obstáculo formidable a los esfuerzos del gobierno federal para revertir la violencia.
La cantidad de homicidios, heridas graves y toda suerte de secuelas sociales derivadas de la presencia ubicua de las armas de fuego sólo puede reducirse mediante una amplia legislación que imponga estrictos requisitos a quienes deseen adquirirlas, limite el número y la potencia de los artefactos disponibles para los civiles y vigile la salud mental de sus tenedores. Lamentablemente, este camino se encuentra bloqueado por el culto armamentista de buena parte de la sociedad estadunidense, así como por los ingentes recursos que fabricantes y distribuidores destinan a financiar las carreras de legisladores y gobernantes de ambos partidos.
Por ello, no puede desestimarse el valor simbólico y político de la campaña jurídica impulsada por México para responsabilizar por la vía civil a las compañías de armamentos que diseñan y venden sus productos a sabiendas de que serán usados por organizaciones criminales para segar vidas y desafiar al Estado. La lucha contra la impunidad de quienes lucran con la muerte debe saludarse como una cuestión de principios, más allá de las dificultades con que topan estas iniciativas ante una normatividad estadunidense redactada con el explícito propósito de eximir a los armeros de responder por los efectos de su actividad.