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La polifonía del género retrato
 
Periódico La Jornada
Martes 13 de junio de 2023, p. 4

La infinita cantidad de colores que anidan entre el blanco y negro titilan en los retratos de esta exposición.

Torrentes álbeas, nubes de luz, la confrontación oscuro-claro se dirime en los gestos sinópticos de los cuerpos de escritoras que sonríen, reposan, esplenden en los oleajes de este mar tan magno, maremágnum en destellos.

Angelina Muñiz-Huberman encierra en su aura radiante el flos campi de una multitud de ángeles, mientras Myriam Moscona realiza alquimia en un laboratorio de plantas, lámparas, estuches tubulares y poligonales de cristal, ánforas, vasijas, iguanas, cerámica, ensueños. Y mucha poesía.

Margo Glantz abre la puerta que conduce a su jardín: como en un óleo de Giotto, la luz inunda la estancia como un vendaval, mas todo es quieto, sereno, en su sitio, como el jardín donde Bárbara Jacobs brilla en la elegancia de su belleza, serena como Rosa Beltrán a la intemperie.

La mano de Mónica Lavin toca en mudra el umbral de la noche. El claroscuro tirita de tinieblas que se desperezan en hilos que cintilan, fibras apenas perceptibles que, reunidas, llenan un estanque de luz, cuyo oleaje lo presenta, no obstante, en estadio de meditación, íngrimo y quieto.

Aline Pettersson realiza el milagro más portentoso por sencillo: ilumina con su sonrisa el juego completo de la composición fotográfica. Todo está en su sitio.

Como los ojos de papel volando a los que hace honor, de acuerdo con el título de una de sus obras, María Luisa Mendoza parece flotar en un juego de espejos, mientras Elena Garro se ensimisma en su metamorfosis: trepado sobre sus muslos, uno de sus gatos se cree ella, Elena; en tanto, sobre las piernas de Amparo Dávila no hay gato: se ha convertido en libro, al igual que otros que reposan, apilados, sobre una mesita de noche.

De otro libro sale un verso hirsuto, que escapa de la mano izquierda de Elsa Cross, mientras de otro libro escapa la vista lectora de Julieta Campos en una mirada que asciende en vuelo de alondra alumbrada con música de Britten y Mónica Mansour emerge de entre un oleaje de portalápices, reglas métricas, agenda, tijeras, diccionarios, pilas de libros y papeles varios y todo eso explota: ha nacido un verso, justo en el vórtice de dos muros, cuyas alas son ventanas de vieja herrumbe y en la luminosidad lechosa de tales paredes emerge otra sonrisa, la de Blanca Luz Pulido, que en el nombre lleva la tesitura de esta polifonía de tonos de blanco y su contraparte oscura y el color que está en medio y que nunca es gris, sino una suerte de canto a muchas voces escrito por Johann Sebastian Bach.

La batuta es una cámara fotográfica: está enfrente de un cristal que refleja al artista: Barry Domínguez obtura nuevamente y el reflejo le regresa un bastón multiplicado, un sombrero que quiere jugar al juego que inventó Magritte que no es sombrero y que, como en la ópera de Michael Nyman, confundió al espejo con un estanque, con un cristal de aparador, en una paráfrasis no escrita en honor del poeta chino Li-Po.Click. La cámara en su estallido.

Torrentes, aluviones, vientos alisios. El infinito número de colores que anida en el vientre del género retrato, en el que Barry Domínguez es maestro.