ecir que la elección del estado de México es antesala de la presidencial es un lugar común que nos nublaría la vista frente a las variables que pesarán en 2024. Sin apasionamientos, visto desde el estricto análisis de la coyuntura política, la elección presidencial del próximo año presenta a un gobierno popular, y a múltiples, inconexas oposiciones, que no atinan a encontrar cómo sentarse a la mesa, no sólo para mostrarse como bloque, sino para encontrar un proyecto, una causa, una narrativa.
Las oposiciones, que no la oposición, tienen al gobierno perfecto de cara a sus fobias. Hace todo lo que le causa un cortocircuito dogmático. Esa perfecta animadversión, esa polaridad tan clara, ha alejado a las oposiciones del terreno táctico, el de la realidad política. Así, hay quienes apuestan al ejercicio democrático pendular, en el que si México ha recorrido un camino hacia la izquierda, su lógica marca que, pasado cierto punto, la inercia natural será hacia la derecha.
Esta hipótesis, con más optimismo que elementos, traza un paralelismo forzado del México de hoy, al péndulo de Obama a Trump, de Lula a Bolsonaro, de Macri a Fernández, y hasta de la Italia de Meloni. Eso es no entender México. Es creer que el país se circunscribe a Twitter.
Es no querer ver que durante décadas, identificadas para bien o para mal con la estabilidad, el crecimiento económico y la creación de instituciones, la sique nacional creó una correlación entre un estilo de liderazgo, el presidente fuerte
, y los resultados. Después de la apertura democrática, que podemos debatir cuándo empezó, si con López Portillo, 1988, la creación del IFE, la derrota parlamentaria de 1997 o la alternancia de 2000, se configuró un sentido de añoranza por la eficacia, ante las complejidades de una democracia joven y hasta cierto punto, cara y disfuncional.
Hoy, parte de la fortaleza política del gobierno se explica en eso: en una mayoría de la población encontrando un estilo de liderazgo que le hace sentido, que dice lo que el presidente fuerte debe decir, y que toca todos los días, las fibras más sensibles de la cultura política mexicana y de las relaciones entre ese crisol que es México.
En contraste, la oposición, las oposiciones, se han limitado a la resistencia parlamentaria, a decir qué está mal, y a señalar la polarización social. La realidad es que vivimos en un país tan profundamente desigual en todos los sentidos, que el discurso antipolarización se entiende y aplaude en ciertos círculos, pero para el grueso de la población, la polarización no es una construcción del poder o propaganda oficial, es la realidad que viven, sienten y sopesan cada día, a todas horas.
¿Este escenario configura la infalibilidad de un partido y la derrota eterna de toda oposición? Desde luego que no. Pero las razones de la reconfiguración del escenario político tienen raíces profundas, que no se configuraron en un día, y no cambiarán en una noche. Para empezar, la oposición o las oposiciones que hay en México, podrían hacer un ejercicio de imaginar qué creen, qué propondrían, qué harían, si no tuvieran frente a sí a este gobierno. En otras palabras, ¿quién es la oposición sin este gobierno?, ¿qué la define?,¿es una oposición de centro-izquierda, de centro-derecha, de derecha, de centro?, ¿qué posiciones concretas la ubican en esas categorías?, ¿qué hay en común, además del deseo de alternancia? Si no pueden contestarse con total claridad, estas interrogantes son la principal causa del porqué hoy los ciudadanos no se aglutinan democráticamente en favor de la oposición. Porque queda claro qué no quieren, pero simplemente no está claro qué sí. Y centrar el futuro en las antípodas, es algo que siempre parecerá peligroso.
El gobierno ha sido eficaz en comunicar que el electorado castigó en 2018 no a un partido, sino a una idea; la idea neoliberal. La oposición, las oposiciones, han abrazado inconscientemente ese mantra como propio. Quiere encontrar razones para que la población castigue al gobierno por sus acciones, cuando lo que prevalece es una identificación clara, constante, con una idea. Ese debate, y no la simple baraja de nombres y prospectos, valdría la pena en el escenario político de cara a 2024.