Caja dos
uy querido Tomás:
Espero que te encuentres muy bien, ya recuperado de la caída–que por fortuna no fue grave–, tengas un ratito libre y paciencia para leer este mensaje. No te preocupes, esta vez no escribo para quejarme de mis enfermedades ni por los desaires que me hace mi ex cuñada Esmeralda, sino para contarte lo que me sucedió hace apenas una semana. Te juro que es de no creerse y yo misma, por más que lo pienso, como que no logro asimilarlo.
No estoy descubriendo el hilo negro cuando digo que para todos la vida es impredecible; nunca sabemos lo que nos depara, pero si acaso llegamos a enterarnos, de poco o nada va a servirnos la experiencia y sé por qué te lo digo. Me he pasado años alerta para defenderme de cualquier persona que aspirara a ocupar mi puesto, sin imaginarme que iba a llegar el día en que alguien o algo muy distinto –no sé cómo decirlo– iba a sustituirme sin tener que someterse a exámenes de conocimientos o llenar cuestionarios donde te preguntan si estás embarazada, tienes antecedentes penales, si has participado en actos terroristas, si eres adicta, si padeces alguna enfermedad congénita, si estás dispuesta a cambios de horario o plaza.
II
Ay, Tomás, acabo de darme cuenta de que llevo un montón de palabras escritas y aún no te he dicho lo que me sucedió. Entendería que borraras mi mensaje por encontrarlo tonto y, sobre todo, confuso. También a mí me lo parece, con todo y que antes de sentarme frente a la computadora traté de aclarar mis ideas y poner en orden los hechos tal como sucedieron, desde el lunes que me mandó llamar Lázaro al departamento de Recursos Humanos hasta la hora en que, cuatro días después, me quité el uniforme que nos dan en la empresa y lo devolví junto con mi gafete, me cambié los tenis por las zapatillas, recogí mi bolsa y caminé hacia la salida de empleados donde, gracias a Dios, sólo estaba El Negro.
El hombre no lo sabe, pero siempre le agradeceré que no me haya hecho ningún comentario y la manera en que me puso la mano en el hombro como para demostrarme que estaba de mi lado y me comprendía. Amable como siempre, se ofreció a abrirme la puerta, pero le dije que se esperara un momentito porque había olvidado algo en mi área.
Mentira: se lo dije porque necesitaba un pretexto para volver por última vez al lugarcito donde pasé nueve años de mi vida manejando la Caja Dos, sonriéndoles a los clientes y ocultando lo mejor posible los dolores de espalda. Se me han recrudecido, pero no por el cansancio de la chamba, sino por la tensión nerviosa que me provoca el desempleo y saber que ocupa mi puesto una má-qui-na. Leíste bien, Tomás: una máquina apenas un poquito más grande que la computadora que me vendió Esmeralda. ¿Pasas a creerlo? Yo, todavía no.
III
Bien sabes que nunca te miento. No necesito jurarlo para que me creas cuando digo que defendí mi puesto como loca, desde que Lázaro me dio la noticia de que la empresa ya no requería mis servicios hasta que nos despedimos. Oyéndolo sentía como si me dieran guantones en la boca del estómago, pero me sobrepuse y le pedí que intercediera por mí ante los jefes. Me contestó que era imposible, porque mi caso era apenas una parte de un programa muy amplio.
Rara vez hablo de mis problemas, pero ese día, con tal de conservar mi trabajo, le hice a Lázaro un resumen de mi situación económica: tengo una deuda con uno que presta dinero en mi colonia. Debo cuatro meses de renta y mi tarjeta está saturadísima. Arturo Emmanuel no me pasa ni un centavo para su madre y, por si fuera poco, mi sobrina la Yoyis está viviendo conmigo porque ya va a nacer su bebé, en la casa de su novio no quieren recibirla y en la de mi hermano tampoco.
Me dio vergüenza hablar de cosas tan personales, pero ya entrados en gastos, acabé por decirle a Lázaro lo que más me preocupaba: que por mi edad, con todo y la experiencia que tengo, ya nadie quiera darme trabajo. Entonces, ¿cómo voy a sostenerme? ¿Cómo voy a vivir? ¿Con quién me arrimo si en la familia el que no está quebrado está roto? Cuando pienso en el desempleo no creas que sólo me apuro por la falta de entradas, sino porque perderé a mis compañeros, el trato con personas que, a lo mejor porque no tienen a nadie más con quien hablar, me cuentan sus cosas mientras les hago su cuenta. Todas esas personas, ¿irán a tener con la máquina que me sustituya el mismo trato que tuvieron conmigo? ¡Ya no sé!
IV
No me quejo: Lázaro me oyó muy atento y cuando terminé dijo que comprendía mi angustia ante una situación tan nueva, pero que era un error de mi parte no entender que si queremos avanzar tenemos que hacerlo sirviéndonos de la tecnología y viéndola como nuestra mejor aliada en la conquista de nuevos horizontes.
El discurso habrá estado muy bonito, pero la verdad, no me sacó de mis preocupaciones. Se lo dije a Lázaro y él me contestó que debía sentirme orgullosa de pertenecer a la primera generación de trabajadores liberados por las máquinas. Si dejaba mi cerrazón me daría cuenta de que salí ganando, porque de ahora en adelante iba a disponer de tiempo libre para cumplir los sueños que sacrifiqué en aras del trabajo: viajar, asistir a clases, ver cine y teatro, pasarme horas en un museo, invitar a mis amigas a un viaje…
Estarás de acuerdo conmigo en que el panorama que me pintó Lázaro es maravilloso. Te juro que se me antojó vivir todas las experiencias de que me habló y hasta sentí que era posible hacerlo. En ese momento, no sé por qué, se me ocurrió pensar en la máquina que iba a sustituirme en la Caja Dos y me dio mucha risa. Lázaro me felicitó por mi nueva actitud frente a los cambios y me abrazó.
Antes de salir de su oficina me detuve a preguntarle si creía que con mi pensión iba a alcanzarme para mis gastos de siempre, viajar con mis amigas, inscribirme en una academia de pintura, hacer yoga, dedicarme al senderismo. Mi ex compañero sólo se me quedó mirando. Por la forma en que lo hizo, creo que recordó sus sueños fracasados. ¿Qué piensas tú de todo esto? Te abrazo y espero tu respuesta.