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La desmesura
L

a desmesura se ha apoderado de prácticamente toda dimensión de nuestras conductas políticas. El Presidente habla con desenfado, por así calificar su sermón mañanero, de golpe técnico de Estado, y sus partidarios, prestos y sin pausa, se abocan a una construcción geométrica, visual y retórica de tal despropósito.

Un golpe de Estado es un atentado a la legalidad, trátese de un contexto nacional o internacional. No es necesario invocar a Marx y su enorme escrito sobre el golpe de Bonaparte el pequeño para formular una idea de lo que esto quiere decir para la política, los ciudadanos, la democracia y los propios estados.

Se trata de acontecimientos que conmueven estructuralmente a las sociedades y sus respectivos sistemas políticos. El orden democrático, del que mucho gustaba hablar el estudioso latinoamericano Fernando Calderón, no sólo se conmueve, sino que se fractura. Luego, cuando se vuelve a las reglas y los intercambios civiles convencionales, habrá que hacer las cuentas de las implicaciones para el carácter, estado de ánimo, perspectivas, los dolores y las pérdidas que ese jueguito asesta a las personas y comunidades, hasta cambiar la manera de ser y reaccionar; abarcan periodos que van más allá del golpe y los primeros momentos de la fase posterior, como no sin asombro lo hemos atestiguado en Argentina y Uruguay, y desde luego en Chile. Allá, el crimen de Pinochet y sus acólitos trastocó estructuras y recursos, talantes de jóvenes, adultos y viejos quienes apenas visualizaban el daño que esa dictadura les infligiría a sus sentimientos morales. Y así lo han sentido los centenares de chilenos víctimas y resistentes, en el exilio o en el clandestinaje. Una tragedia humana.

Eso de los golpes de Estado se convirtió en ocupación predilecta de Kissinger y cómplices. Pasarán los años (él ya lleva 100), pero el rastro de sangre dejado tras las acciones promovidas o aconsejadas por el Dr. K y cómplices seguirá con ellos. Entonces se perpetraron actos criminales pretextando una conspiración comunista que, ¡imagínense! quería darle un golpe nada técnico al presidente. Lo que hubo fue un baño de sangre y la violación en masa de los derechos humanos; se impusieron cambios de gran calado que alteraron dinámicas, desempeños y reflejos de múltiples actores sociales: sindicalistas, empresarios, consultores, analistas, académicos, oficinistas: en masa fueron llevados al torbellino moral y ético que trajo consigo lo que de entrada parecía una jugada correctiva, una apuesta aventurera, de algunos generales y almirantes listos a responder la voz de su amo.

Fueron miles quienes sufrieron las torturas y agresiones físicas y sicológicas desplegadas por los bárbaros militares de Argentina, Uruguay o Chile. No en balde, los arrogantes golpistas brasileños calificaron de tablajería lo realizado en Chile cuando lo que ellos recomendaban era cirugía.

Nunca había asistido el mundo a un espectáculo de tanta vileza como el vivido por América Latina en aquellos tiempos. El antecedente había sido Centroamérica, en particular Guatemala, pero las gesticulaciones y las armas de aquellos gorilas del Sur hablaban de otros preparativos.

Ganar la guerra fría, normalizar economías y (re)configurar políticas y estados para el final de la bipolaridad y el desplome del comunismo y de la URSS, se volvió divisa maestra que articuló lo que luego identificaríamos como la globalización del mundo.

Más allá de las paranoias de quienes gobiernan México desde 2018, ya no hay golpes de estado. Mentalidades conspirativas hay y habrá, pero nada permite anunciar, menos festinar, el merodeo del lobo. Hoy, ninguno de los proyectos en liza franca puede calificarse de golpista; es una desmesura pretender descalificar a la Suprema Corte y a los opositores del gobierno como eso.

Cuando se desata este tsunami de auto engaño, gobernantes y opositores se tornan enemigos, y quienes cobran presencia son los operadores de la violencia y la represión. Se vuelven indispensables.

Si nos atrevemos a suponer que nadie quiere esos extremos, es preciso y urgente el compromiso de todos de no hablar gratuitamente de golpes, técnicos o no; en vez de ello acometamos todos la difícil e ingrata tarea de construir verdaderos consensos para asegurar(nos) un buen gobierno de las cosas de la política y un horizonte alentador para una cuestión social, cuyas magnitudes de pobreza y exclusión simplemente deberían avergonzarnos.