onectar el Pacífico con el Golfo de México ha rondado en el imaginario nacional durante más de 200 años. Desde tiempos lejanos, como en el mismo año (1810) de la guerra de Independencia, hasta los actuales días, se han imaginado formas de establecer dicha conexión istmeña. La misma redacción de un tratado para el olvido incluía su uso y posesión externa. No faltaron los proyectos descabellados, como la propuesta de transportar barcos enteros con toda su carga sobre los rieles de varios ferrocarriles. Poco a poco, aunque sin un plan integral, como el que se inició en este periodo de gobierno, se tendieron vías que operaron distintas empresas ferroviarias. Don Porfirio, en persona, inauguró una de las tentativas propias antes de irse al exilio. La decisión de emprender el gran proyecto que ahora se le denomina Corredor Transístmico va rumbo a su concreción. Las anteriores tentativas fueron puramente comerciales o con claro corte imperial.
La hora de embarcarse en esta gran aventura constructiva, ya en su entera dimensión, le correspondió al actual gobierno. Este nuevo intento, que está por terminarse en su primera fase, es abarcador: incluye una dimensión social que lo hace de sobrada importancia nacional. Dos puertos serán los extremos nodales: Coatzacoalcos, en Veracruz, y Salina Cruz, en Oaxaca. Pero tal vez no serán los únicos, pues se avizora, a futuro, otro más en Progreso, Yucatán. El gobernador de esa entidad ya toma cartas en el asunto. Entre esos puertos correrán ferrocarriles de carga y otros para personas. Un añadido complementario serán los varios establecimientos industriales y comerciales a instalarse en su trayecto.
El planteamiento que dio origen al presente plan transístmico abarca modalidades que lo hacen de gran envergadura. La zona misma aparece como estratégica en múltiples vertientes. Y lo es por concretas e ideales razones políticas. Una, debida a su función integradora de comercio, industria y desarrollo de una zona tradicionalmente relegada en su desarrollo. La atención al sur/sureste llegó con los arrestos transformadores del gobierno actual. Se piensa entroncarlo con el Tren Maya, lo que añadirá adicionales perspectivas. Cimentar, debidamente, el propósito de inducir un balance territorial entre regiones de la República. Regiones que han estado injustamente dispares en facilidades para sus pobladores. Otra razón esencial para dimensionarlo consiste en levantar una barrera, de empleo y oportunidades, para todos aquellos que ahí habitan o atraviesan en su indetenible migración.
Pero una parte de sus varios componentes del transístmico, quizá la pivotal, estaba bajo control de un concesionario. Tiempo atrás (E. Zedillo) se le entregó a una persona: el señor Larrea. Nunca debió haberse concedido semejante sesión. Sólo la desquiciante postura de quien, en malhadada hora, asumió capacidad para entregar cruciales bienes públicos a particulares lo hizo factible. Es inconcebible que este gran diseño integrador ahora quede, por derivación tonta, al servicio de un particular. El pequeño tramo de apenas 120 kilómetros, antes de llegar al puerto de Coatzacoalcos, es claramente definitorio. Quién lo maneje puede establecer innumerables trabas, usos o extraer beneficios indebidos. De prevalecer la concesión, la seria inversión pública desembocaría, al final del trayecto, en un jugoso negocio privado en las ávidas manos de un negociante. Las utilidades, sin gran esfuerzo imaginativo, se pueden apreciar de magnitud innegable. No es posible y menos justo, permitir tan onerosa y anodina manera de beneficiar a un individuo, quienquiera que sea. El gobierno tiene la obligación de rescatar este pequeño trayecto de vías férreas y anexarlo a las grandes instalaciones portuarias que se proyectan.
Mucho se habla por estos agitados días de expropiación indebida, peligrosa, un mensaje que pone en riesgo las inversiones privadas: internas o del exterior. Hay que ser tajante en esta disputa pública. No se puede expropiar lo que pertenece a la nación. No hay, incluso, obligación alguna de indemnizar al afectado, simplemente se le retira esa concesión que, con seguridad, le ha rendido utilidades abundantes. Por lo demás, espuria desde su inicio. El interés público lo solicita y la seguridad nacional lo exige. El ruido difusivo que se ha introducido en el ambiente se trasmina, con interesada facilidad, hacia otros ámbitos, ya sean internos o del exterior. De inmediato, esta decisión gubernamental ha repercutido en espacios propicios al escándalo o la exageración. Se le tacha de una señal de los apañes que podrá seguir más adelante. La propiedad privada está amenazada por el populismo irresponsable, aseguran estentóreas voces. Medios externos rescatan, de inmediato, tan aviesa gritería para usarla en favor de sus propios intereses y ataques, que no han cesado desde hace ya más de cuatro años. Pero la determinación es consistente y se cimenta en el beneficio colectivo.