Una broma inocente
on el dinero que me regaló mi primo Fulgencio salvé mi negocio y ya es más conocido. Sigue siendo pequeño, pero así está bien. Desde que terminó la pandemia las ventas han mejorado algo, mas no lo suficiente como para contratar a un ayudante, y yo sola no podría atender un comercio más grande.
Instalé el estanquillo en lo que era mi sala-comedor porque el cuarto tiene sus ventajas: no necesito pagar renta extra, da a la calle, es amplio y de techos tan altos que pude instalar un tapanco que uso como bodega. El día que inauguré mi changarro todos me recomendaron que mandara hacer un rótulo para colgarlo encima de la puerta, de modo que lo vieran las personas que cruzan rumbo a la terminal. El consejo me pareció muy bueno, pero no lo seguí porque no encontraba un nombre distinto a los de otros negocios, que resultara pegajoso y, sobre todo, que me trajera buena suerte.
II
Hasta la fecha, creo en ella. Por aquí, los vecinos seguido organizan rifas. Cuando me sobra un centavito participo en alguna, pero nunca me he ganado ni un cenicero. Aunque le ponga buena cara, la suerte no está conmigo; en cambio, sigue a mi primo Fulgencio, quien me asegura no creer en ella. Hace muy mal en decir eso porque un día le pagará su ingratitud.
Siempre he pensado que la buena suerte es la otra sombra de Fulgencio. De chamacos, seguido les ganaba en los volados a los dulceros, y cuando íbamos a las ferias de la parroquia, mi primo por lo general volvía con algún premio. Enseguida iba a llevárselo a su abuela y ya con eso ella se lo perdonaba todo y lo veía como al mejor y más inteligente de sus nietos, aunque él haya reprobado tres veces el cuarto de primaria.
Hablo en serio cuando digo que su buena suerte permaneció fiel a Fulgencio. En la Lotería seguido se ha sacado reintegros, y en los tres últimos se ganó dos premios. Me dijo que no habían sido gran cosa, y no lo dudo, el caso es que con ese dinero pudo abrir un negocio.
Cuando Fulgencio me invitó a ver el local donde iba a ponerlo y le pregunté qué vendería allí, me dijo que nada más refrescos, frituras y tortas. Me pareció que, en una zona donde abundan las fondas y las loncherías, con eso no iba a salir adelante. En una palabra, pensé que la suya era una mala inversión, pero me equivoqué: un paisano que andaba ahorcado por las deudas le vendió baratísima una de esas maquinitas de juego que les encantan a los chamacos. Ya nada más con eso el negocio se le fue para arriba. ¿No tengo razón al decir que la buena suerte es –¿o era?– la sombra de Fulgencio?
III
Un domingo, después de cerrar mi negocio, me pasé a la casa de Rosario, mi vecina, porque me había invitado a su cumpleaños. Estaba bien fastidiada y sin haber comido, pero me pareció feo no ir aunque fuera un ratito. Allí me encontré a Fulgencio, muy contento y muy echado pa’delante, contándole a todo el mundo que le iba muy bien con su negocio y haciéndole bromas a Rosario.
Ella, desde luego, se deshacía en amabilidades con el primo, y no porque él sea muy guapo –es más bien feo y bien copeteado–, sino por el interés del dinero. Casi iban a dar las ocho, a esas horas ya tenía mucha hambre, y cuando me levanté para servirme un poco de tinga, Rosario se me acercó y me dijo, así como muy extrañada, que no se explicaba de dónde le salía tan buena suerte a Fulgencio.
A esas horas y con ganas de comer algo, yo no estaba como para entrar en explicaciones y le contesté lo primero que se me ocurrió: “Pues del pacto que tiene con el diablo, ¿de dónde más va a salir? Cualquiera, hasta un mocoso de cinco años, habría entendido que lo dije en broma, pero Rosario –que con todo y ser muy guapa es bien tontita– se lo creyó y, no sólo eso: ya cuando estaba medio persa se dedicó a decírselo a todo el mundo y, además, poniendo detalles de su cosecha como para demostrar que era la íntima de Fulgencio.
La gente, que siempre cree en lo que le conviene y se la pasa buscando cualquier cosita para armar un chisme, pensó que lo del pacto diabólico era verdad y eso, aunque parezca increíble en estos tiempos de mucho avance y mucha cosa, cambió la vida de mi primo, al principio para bien y después ya no tanto.
Los vecinos iban a platicar con él a su negocio, los sábados lo llevaban a los partidos de futbol y una chamaca que iba tener un hijo prometió que lo llamaría Fulgencio en honor a mi primo. Todas esas deferencias tenían el mismo propósito: convencerlo de que les dijera cuál iba a ser siguiente boleto premiado. Él tomaba tanta curiosidad como una simple ocurrencia y se reía, pero luego sus conocidos empezaron a presionarlo en serio, y como no les daba la respuesta clave, se le voltearon bien feo.
Fulgencio tampoco le dio importancia a esas manifestaciones, fingió pasar de largo hasta que empezó a ver señales inquietantes: recibía mensajes ofensivos, anónimos aconsejándole que se cuidara y, sobre todo, acusaciones de tener pacto con el diablo.
Creo que sobre todo por eso sus clientes dejaron de asistir a su negocio, cesó el funcionamiento de las maquinitas y las horas se alargaron en una desconocida, tediosa inactividad. Incapaz de aceptar que pasaba por una mala racha, Fulgencio se aisló, posiblemente por temor a sufrir nuevas agresiones, a escuchar reproches y no las dulces palabras que siempre le había murmurado la buena suerte.
IV
Una mañana que salí temprano a regar la calle apareció mi primo Fulgencio porque necesitaba hablar conmigo. Le pregunté qué sucedía y me respondió que se iba del barrio porque ya no estaba a gusto sintiéndose perseguido y amenazado. Le aconsejé que lo pensara hasta que… Me interrumpió: ¿Hasta que me hagan más daño o me maten? Lo mejor es que me vaya.
Le pregunté adónde se iba, con quién y, en vez de contestarme, puso en mi mano un sobre con dinero y me deseó muy buena suerte. Lo acompañé hasta el taxi que lo esperaba y le pedí –en broma, juro que sólo en broma– que al menos me dijera qué número iba a salir ganador en el siguiente sorteo de la Lotería. Sin decirme nada, se fue.
Me preocupa qué habrá sido de Fulgencio, pero confío en que se encuentre bien. Espero que algún día, pronto, regrese a visitarme para que vea el rótulo que, con parte del dinero que me regaló, mandé poner sobre la entrada de mi negocio: El número de la suerte.