Cultura
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La sonrisa de Javier
A

penas tuve oportunidad de escucharlo tocar el clarinete un par de veces, antes de que decidiera desarmar el instrumento, guardarlo en su estuche y dedicarse de lleno a componer y a recorrer el mundo. Pero desde aquellas lejanas tocadas, la persona y la música de Javier Álvarez (1956-2023) dejaron una huella profunda en mí. Pasaron los años, muchos, y la presencia elusiva de Javier pasó a ser como la de una estrella fugaz pero no ausente. Nunca nos perdimos la pista del todo, porque siempre existieron razones para fomentar la cercanía. Primera: la amistad que surgió entre nosotros de manera natural. Segunda: la obligación gozosa que tuve de hablar más formalmente con él con motivo de la redacción de variados textos sobre sus obras y sus proyectos. Tercera: mi necesidad imperiosa de escuchar su música, que surgió desde las primeras composiciones suyas que conocí.

Javier no se salvó de la tendencia aparentemente irrefrenable que los comentaristas tienen de poner etiquetas a todo y a todos. Cuando su espléndida obra fue suficientemente numerosa y comenzó a ser más divulgada y conocida (aquí y en muchas otras latitudes), no faltaron quienes le colocaron los sellos multiusos de ecléctico y posmoderno. Quizá sí, quizá no; mi voz no es la autorizada para decirlo. Prefiero, en cambio, etiquetar bajo mi responsabilidad las dos impresiones fundamentales que su música siempre me deja: asombro y sorpresa. Me doy permiso de recurrir a dos ejemplos muy básicos: yo estoy, sí, entre quienes soltamos la carcajada después de escuchar Temazcal por primera vez y también cada vez subsecuente. Y hasta el día de hoy espero con ansia singular el breve y elocuente silencio que precede al formidable guiño final de Metro Chabacano. Junto a estas percepciones de su entrañable música, conservo innumerables recuerdos de las audiciones de otras obras suyas, deliciosas y sugerentes no sólo en su contenido sonoro, sino también desde sus títulos mismos: De tus manos brotan pájaros, Así el acero, Lluvia de toritos, Quemar las naves, Música para piel y palangana, Gramática de dos, Tres ranas contra reloj, Geometría foliada, Calacas imaginarias, Acuerdos por diferencia, Jardines con palmera, Trompatufarria al pastor. Sí, hay en éstas y otras piezas de Javier numerosas referencias, evidentes o tangenciales, a las músicas y culturas populares que tan bien conocía y respetaba. Pero nunca fue un neonacionalista o un posfolclorista de conveniencia; esas referencias estaban firmemente arraigadas en su ser creativo.

Javier fue, venturosamente, de los que sí entendieron cabalmente que el trípode infalible en el que se sustenta el verdadero crecimiento de una sociedad está formado por educación, educación y educación. Es claro que ese convencimiento lo traía integrado en su ADN de músico, como también es claro que esa convicción fue solidificada por los largos y productivos años que pasó en diversas instituciones musicales de primer nivel, primero como alumno y después como maestro. Y, generoso como siempre fue, dedicó prolongados, intensos y enormes esfuerzos por sembrar aquí la semilla que recogió allá. A veces, las instituciones le abrieron sus puertas y dieron cauce a sus proyectos de enseñanza. Y a veces, como él mismo me lo dijo en varias ocasiones, tuvo que luchar a brazo partido (y no siempre ganó las batallas) en contra de intereses mezquinos y burocracias culturales anquilosadas, creadas, criadas y perpetuadas en un ámbito en el que la educación (cualquier tipo de educación) hace mucho que dejó de ser la prioridad urgente que debiera ser. Aun así, gracias a su tesón y a su admirable necedad, Javier logró dejar establecidos sólidos cimientos para una mejor educación musical, tanto en el plano de su tutoría personal de compositores diversos como en el del establecimiento y/o rectoría de instituciones que hoy llevan su sello.

Es mucho lo que me queda de la música de Javier, en varios sentidos y por muchas razones. Es mucho, también, lo que me queda de nuestras conversaciones, en las que además de divertirme sin límite aprendí más de lo que hubiera podido aprender en alguna árida clase formal de música. Y me quedará también, indeleble, su sonrisa permanente, contagiosa, amplia, generosa en las buenas y en las malas. La sonrisa de Javier, tan parecida a su música...