os choques catastróficos que, según los voceros de la reacción oligárquica, habrían de tener lugar en este sexenio no se produjeron ni se producirán: la presidencia obradorista ha evitado sagazmente las confrontaciones abiertas con el gran capital nacional y extranjero, y con el gobierno de Estados Unidos, haya sido encabezado por Donald Trump o por Joe Biden.
Al primero le ha ofrecido condiciones propicias para la generación de utilidades y a cambio le ha exigido que pague sus impuestos, que se abstenga de participar en arreglos corruptos con el poder público y que no incurra en prácticas delictivas como el factoraje ilegal, el lavado de dinero y las actividades que causan un manifiesto daño al ambiente.
Al segundo, el mandatario mexicano le ha tendido la mano en muchas ocasiones y en diversos ámbitos –por ejemplo, el abasto de combustibles en la zona fronteriza o la mitigación de los flujos migratorios procedentes de Centroamérica mediante la aplicación en esa región de los programas sociales Sembrando vida y Construyendo el futuro–, pero también ha defendido con firmeza la soberanía nacional ante los sempiternos amagos injerencistas de Washington. Y tanto con el aislacionista Trump como con el intervencionista Biden, ha logrado gestionar con éxito razonable una relación inevitablemente espinosa y peligrosa e incluso conducirla a términos nuevos: hoy, los conflictos bilaterales en un terreno se resuelven en ese terreno y no contaminan el conjunto de la relación.
A pesar de lo que afirma todos los días la propaganda mediática de la derecha, el Presidente, lejos de ser un polarizador, ha sido un gran conciliador, y muestra de ello es que ha trabajado en armonía y espíritu institucional incluso con los más estridentes gobernadores de la oposición.
Pero López Obrador es depositario de un mandato popular que consiste, para decirlo en breve, en desmantelar al viejo régimen, caracterizado por la corrupción, el dispendio, la frivolidad, el autoritarismo, la injusticia, la simulación, la hipertrofia de las instituciones y la total carencia de sentido social y nacional. Y en el cumplimiento de ese mandato ha empeñado su legendaria terquedad y no va a cejar ni en el último día de su gobierno. Por lo demás, el titular del Ejecutivo federal no está solo en la tarea; lo acompañan legisladores federales y estatales, gobernadores, presidentes municipales y hasta algunos funcionarios que la Cuarta Transformación ha logrado colocar en el manojo de organismos autónomos
que en realidad no lo son, porque operan –para eso fueron establecidos– en la defensa de los grupos de interés que durante el periodo neoliberal coparon casi todos los espacios de poder público.
Así, si bien no han tenido lugar las grandes confrontaciones que auguraban los comentócratas de la derecha, ocurrirán otras.
A lo largo del sexenio, la mafia que fue desalojada de la Presidencia y del Congreso ha contado con dos trincheras principales: las instituciones electorales y el Poder Judicial. El INE encabezado por Lorenzo Córdova Vianello logró durante casi cuatro años detener los avances democratizadores en el funcionamiento electoral del país, en tanto que la Suprema Corte de Justicia, incluso cuando estuvo presidida por un hombre receptivo a la necesidad del cambio, como lo es el ministro Zaldívar, se ha erigido casi invariablemente en un freno a los intentos de transformación del marco legal, por evidente que resulte su necesidad. Porque la Corte ha sido siempre un baluarte contramayoritario
de defensa de una minoría: la mafia político-empresarial-delictiva que se encaramó en el poder en el periodo 1982-88. Para las mayorías, la impartición de justicia sigue siendo una aspiración.
Como reconoció el propio López Obrador, la pudrición del Poder Judicial es mucho más profunda, extendida e irremediable de lo que él pensaba antes de llegar a Palacio Nacional, y ello obliga a una reformulación constitucional radical de ese componente del Estado. En lo que hace a lo electoral, si bien el INE ha logrado superar la insolencia monárquica con que lo manejaban Córdova Vianello y sus socios, sigue operando, junto con el tribunal electoral, en un marco legal perverso que transforma los procesos democráticos en un gran negocio –casi en un sector de la economía por derecho propio–, hace del régimen de partidos una competencia mercantil y hace imposible separar el poder político del poder económico, negando así uno de los mandatos principales de la 4T.
En suma, la reforma judicial y la reforma política son necesidades insoslayables –y producirán ciertamente una crispación política que tal vez empequeñezca la que se ha vivido desde 2006 hasta la fecha– si es que la mayoría de la sociedad sigue firme en su decisión de avanzar en la construcción de un pacto social que permita superar en definitiva la ley de la jungla que el neoliberalismo impuso en el país.
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