a posibilidad de una crisis bancaria parece confirmarse. Bancos estadunidenses y europeos han revelado que su solvencia financiera es débil, provocando la huida de sus cuentahabientes y llegando a la quiebra. Se reconoce que se trata de dos problemas de diferente tipo: los bancos estadunidenses de tamaño mediano están marcados por inversiones en bonos gubernamentales, cuyos rendimientos se han achatado por los aumentos de las tasas de interés; lo que junto con la concentración de depositantes los ha colocado en condiciones de insolvencia. Los bancos europeos de gran tamaño están revelando problemas de larga duración en sus operaciones entre países referidos a su funcionamiento tradicional.
El mundo enfrenta otra crisis: el alejamiento de que puedan cumplirse los Objetivos de Desarrollo Sustentable (ODS) en 2030. De acuerdo con estimaciones de la secretaría general de la ONU, antes de la pandemia había un faltante de recursos para financiar las acciones necesarias del orden de 2.5 mil millones de dólares anuales. Este déficit ha crecido a alrededor de 5.5 mil millones de dólares. Además, el mundo tiene que encarar las pérdidas sufridas en muchos países por la pandemia y los otros problemas globales, como el cambio climático. Agravando la situación de la economía mundial está el crecimiento de deudas gubernamentales provocadas por el covid.
La crisis que están enfrentando muchos bancos, además, tiene un componente coyuntural: el cambio global de las políticas monetarias decididas por los bancos centrales. Este endurecimiento monetario puede llevarnos a una recesión global que agravaría los problemas, pudiendo constituir una verdadera catástrofe en los sistemas financieros. Esta crisis abierta con el problema del Silicon Valley y del Credit Suisse ha descubierto dos problemas: fallas regulatorias severas y una mala administración del riesgo, que remiten al sistema en su conjunto. Si los problemas bancarios empiezan a generalizarse los reguladores enfrentan dos posibles líneas de acción: una solución del propio sistema con fusiones, mecanismos de persuasión, incluso subsidios o bien un rescate gubernamental con recursos fiscales.
Enfrentar la otra crisis, la de la acción global hacia el fortalecimiento de los mecanismos sociales de resistencia y prevención de desastres de todo tipo y de la transición hacia una sociedad incluyente, también demanda recursos presupuestales, de organizaciones privadas y organismos financieros internacionales. Demanda, en consecuencia, decisiones políticas coordinadas de gobiernos, actores sociales y económicos, organismos multilaterales e instituciones financieras internacionales. El mundo requiere amplios recursos para financiar estas acciones, que debieran tener en el centro la producción de bienes comunes que conduzcan de otra manera la digitalización en curso, la transición energética y la reconstrucción de los sistemas de salud pública. Para lograr esto, se requiere reformar el sistema financiero.
El sistema financiero internacional se construyó con una visión que establece que la estabilidad global se logra manteniendo el equilibrio con intervenciones que corrijan la balanza de pagos, junto con un sistema de bancos privados que supuestamente financian el funcionamiento de empresas y hogares a costos razonables. Estos supuestos no tienen validez en las condiciones actuales. En realidad, como se ha probado repetidas ocasiones, los problemas privados se ha resuelto con recursos públicos. Y esto pudiera repetirse este mismo año.
El uso de recursos presupuestales para un salvamento bancario, cuestionable siempre, lo es mucho más en circunstancias en las que está en riesgo la sustentabilidad global. Como lo ha planteado M. Mazzucato, se trata de reformar el sistema financiero global poniéndolo al servicio del bien común. Una reforma que es urgente desde el punto de vista de los requerimientos sociales, ampliados sustancialmente por la pandemia, que requiere replantear el contrato social
entre los estados nacionales y las empresas privadas, de modo que sea posible alinear el financiamiento privado con el cumplimiento de los objetivos para lograr un desarrollo incluyente y resistente.
El enfoque del bien común demanda una nueva concepción económica. Una economía del bien común, como lo ha planteado el francés J. Tirole, premio Nobel de Economía en 2014. Conseguir el bien común demanda crear instituciones que concilien el interés general con el privado para encontrar soluciones que generen bienestar colectivo. Una economía, entonces, que no esté al servicio de la propiedad privada, ni de los intereses individuales, que rechace la supremacía del mercado porque está al servicio del bien común. Un sistema financiero consistente con esta nueva visión económica no debe proponerse rescatar empresas privadas, aunque sean muy grandes para fallar, sino contribuir al financiamiento del rescate de una sociedad solidaria y cooperativa.