Jardín de olvidos
o estás segura de cuándo ocurrió por primera vez, únicamente sabes que un día no lograste precisar ciertos detalles. Al poco tiempo advertiste que se te habían borrado otros y luego algunos más; sin embargo, no concediste importancia a esos olvidos. Tal como hacemos con las cláusulas que aparecen al final de los contratos de compra-venta, postergamos su interpretación para un mejor momento, pero para entonces ya es inútil: lo hemos perdido todo por no haber dado importancia a las letras diminutas.
No quiero que me suceda lo mismo contigo y por eso tengo que ser muy clara y enfática, aunque sepa que voy a parecerte autoritaria. Quiero decirte, de una vez por todas, que de ninguna manera permitiré que entres allí. Como te conozco y sé que no bastará con que te lo prohíba, por si llegaras a ignorar mi advertencia, he decidido proteger con una barda muy alta ese jardín. Lo conoces. Te he visto merodearlo cuando sientes que necesitas un descanso profundo, un rincón alejado hasta donde no puedan llegarte mis súplicas de ayuda, mi interés por sacarte a la luz aunque sea bajo otras identidades y otros nombres, como si fueras un delincuente dispuesto a todo con tal de burlar la acción de la justicia.
Reconozco que tal vez he abusado de tu buena disposición para aceptar convertirte en la hermana, la amiga íntima, la compañera de trabajo, la rival, la vecina o simplemente una desconocida que atraviesa una calle y en su apresuramiento deja caer un papel con algo escrito que me llena de curiosidad acerca de quién fue y quién será esa mujer.
II
Es fácil imaginar que estás cansada de haberte convertido, durante años sucesivos, en todas esas personas y al mismo tiempo seguir siendo lo único que eres en realidad: mi madre. Ese parentesco te da derecho y autoridad para recordarme que estoy obligada a respetar tus decisiones. Siempre lo hice –aunque a veces a regañadientes– y seguiré haciéndolo con tal de que tu voluntad no sea esconderte en esa especie de jardín secreto adonde han ido a parar mis múltiples olvidos.
No quiero que seas uno más ni que otra vez te desvanezcas, ni que luego de suplicarme que no llore tu ausencia te quedes para siempre enmudecida y rígida. No voy a permitir nada de eso porque a pesar de tu ya largo alejamiento sigo necesitándote bajo tu real identidad de madre. Me consolará el simple hecho de imaginar que aun desde el silencio infinito vas a responder a mi llamado, a hablarme de ti, de nosotras; de las noches en que íbamos juntas hasta la parada del tranvía a esperar el regreso de alguien; o de las horas en que, mientras hacías remiendos y milagros, le inventabas historias y destinos a los fantasmas de tu imaginación.
III
Si entras en el jardín de mis olvidos no habrá quien me ayude a revivir tantos recuerdos, ni podré devolverte a la vida bajo distintos nombres y personalidades, por último la de una anciana que, desde el quicio de su cuarto de asilo, se pregunta qué día es hoy y quién vendrá mañana a visitarla. Todas esas situaciones podré registrarlas en una historia si tú me ayudas a escribirla con tu bella caligrafía de convento.
De eso, de tus cuatro años entre las madres Josefinas, me hablaste poco. Cuando te pedí que ampliaras tu relato me dijiste que lo harías luego, en el momento en que no estuvieras ocupada en alguna de aquellas pequeñas tareas que nos facilitaban la vida, aunque la tuya fuera difícil, muchas veces amarga, y sin embargo, nunca fuiste cruel ni pesimista; nos impulsaste a creer que mañana siempre sería mejor que ayer y nos permitiste soñar.
IV
Sé cuáles fueron tus sueños de muchacha porque me los contaste muchas veces, riéndote de ti misma, de tu ingenuidad al creer que tus anhelos podían cumplirse de un momento a otro porque aún eras muy joven y sin prisa. Estabas dispuesta a esperar el tiempo necesario siempre y cuando no rebasara la fecha de caducidad de tu fe en los milagros.
De eso y de muchas otras cosas que te sucedieron y me contaste hablo conmigo misma; de lo que fue imposible para ti hago hablar a los seres ficticios que no son tú, ni visten aquel traje morado que volvía más intensas tus ojeras, ni llevan tu nombre y, sin embargo, tienen algo de ti, que podría ser tu sombra, el eco de tu voz, un pedazo de tu alma.
Me estoy desviando del motivo de mi visita a este cementerio. Aunque ya te lo dije, para que no haya duda lo repito: vine a prohibirte –así como lo oyes, prohibirte– que entres en mi jardín, y también vine a refrendar ante ti mi decisión de ponerle a ese espacio una barda tan alta que nunca puedas remontarla.
Como habrás visto, no tienes alternativa, vas a seguir intacta en mi recuerdo, como lo que fuiste y serás para siempre: la madre a quien le dije en una fecha como esta: Te amo como a nadie.
Juro que seguiré diciéndotelo mientras yo misma no me convierta en un olvido más.