Opinión
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Isocronías

Del verbo divagar

T

odo libro, que sin duda parece una concreción, en cierto modo, no tan dudoso, es una abstracción. En tanto tal abstracción (y no nos metamos en el asunto de abstracción de qué) no devenga una auténtica, patente concreción, tal libro no es un libro.

Carente de vida, del soplo de vida que vida necesaria, definitivamente infunde, el libro de que hablamos –escrito por nosotros, leído por nosotros– es sólo y cuando mucho, apariencia (objeto, no sujeto), materia o carente de espíritu, o insuficientemente espíritu –que algo de espíritu toda palabra guardará–.

Insuficiencia cardiaca, insuficiencia respiratoria, insuficiencia renal… Cuántos libros no hay, no los habrá, que las padecen. A esos libros, que desde luego existen, y no –o yo no creo que– para mal, hay que leerlos con espíritu o de enfermero, o de médico, o de paciente o (no hay por qué –todo es metáfora, sabemos– menospreciar tales actividades, en efecto practicadas) de curandero o brujo, o hasta de confesor. No: con espíritu de lector, de buen lector, de lector tan a la vez humilde como avezado. Tan seguro de sí como inseguro de su oficio: leer.

Todos los que escribimos estamos hermanados y como buenos hermanos hemos de comportarnos con los libros de otros. Considerarlos, discernirlos, comprenderlos. Dichas tareas, que no hay motivo para no pensar que corresponden al crítico, corresponden, es inevitable, a todo lector; un lector que no es crítico no es del todo un lector. Escribir y leer, bien que nos enseñen, según lo acostumbrado, a leer y escribir, no ciertamente son actividades separadas, sino una y la misma.

Este libro fue escrito para mí, supongamos que alguien se atreve a decir eso, significa sin más –sobre todo sin menos– fue escrito desde mí, para alguien como yo, para alguien que sabe o debía saber lo que ahora yo sé. Y lo que ahora yo sé [he aquí lo curioso] lo he sabido desde siempre. Soy, siempre he sido este libro.

“…Y éste y este otro”. Así es como se conforman (acabo de leer que un libro es muchos libros, de esos otros muchos está hecho) las buenas bibliotecas, los buenos libros, los buenos escritores o lectores.

Pero en literatura, como en la vida –¿lo dijo Eduardo Torres, me parece?–, claro está: no hay nada escrito. Y, acá interviene el Cisne de Avón (no el de La tempestad, que conste), lo demás, eso que aún no hay, que advendrá o devendrá, es silencio.